Si algo puede decirse de Camino a La Paz, ópera prima de Francisco Varone, es que se trata de una de esas películas a las que es casi imposible no disfrutar. Y no porque se trate de una obra perfecta sino porque, a pesar de las impugnaciones que se le puedan realizar, algo en ella consigue ser transmitido con una potencia tal que no hay nada que se interponga entre la película y el público mientras dura la proyección. Cualquier objeción o duda que aparezca recién lo hará más tarde, un rato después de los títulos finales y como parte de las réplicas de ese modesto terremoto interior que sólo producen algunas películas. Buena parte del mérito proviene de la habilidad de su director –también autor del guión- para hacer que el relato fluya; para que sus protagonistas no sólo resulten entidades construidas con precisión sino que además transmitan con solidez su carácter esencialmente humano; y, sobre todo, para que el asunto completo resulte una experiencia sensible de amplio espectro que puede ser prescripta a casi cualquier tipo de espectador. Logros para nada menores en un director debutante.
Aunque no deja de ser cierto que Camino a La Paz parece estar todo el tiempo subrayando el hecho de que se trata de una “película con mensaje”, como si se temiera que alguien se pudiera distraer y perderse aquello que se deseó expresar, no es menos cierto que lo más intenso de la película no se encuentra en la moraleja superficial. Por el contrario, el gran éxito de Varone son sus dos personajes centrales, que no sólo son notables como sujetos autónomos sino por la poderosa reacción química que desencadena su encuentro. Ahí está Sebastián, un joven ya no tan joven, desocupado y que acaba de mudarse con su novia a una casa nueva, que por simple aburrimiento comienza a trabajar de chofer respondiendo a los repetidos llamados que confunden su número de teléfono con el de una remisería. Entre los muchos clientes que empieza a atender de manera regular está Jalil, un viejo cascarrabias con cara de pocos amigos con el que parece no congeniar del todo. De esa fricción entre ambos surge uno de los dos perfiles clásicos que pueden percibirse en Camino a La Paz: el de las buddie movies, esos filmes en los que una pareja de personajes con características opuestas es forzada a ir tras un objetivo en común que acabará por unirla.
Esa aventura es el viaje a La Paz del título que Jalil le propone hacer a Sebastián, previo pago de una importante suma en metálico. Sucede que Jalil, que es musulmán, está enfermo y no puede viajar ni en micro ni en avión, pero necesita encontrarse con un hermano, con el que emprenderá la peregrinación a La Meca que todo iniciado en la fe de Alá debe realizar al menos una vez en la vida. Está claro que Sebastián aceptará y que el inicio de la travesía estará plagado de desencuentros, tal como lo indica el canon de las películas de parejas desparejas. Tan claro como que el camino forja al hombre, ley de oro de otra clase de película que también es Camino a La Paz: una road movie. Regla que este tipo de relatos vienen cumpliendo desde que a Homero se le ocurrió llevar a Odiseo de regreso a Ítaca.
Más allá de estos aciertos, el éxito no podría ser completo sin los intérpretes adecuados. Tanto Rodrigo de la Serna –ocupando el rol del desconfiado pero noble Sebastián—, como Ernesto Suárez –en la piel del ceñudo y sabio Jalil— supieron dar con el color y el tono justo para que sus personajes funcionen tanto de manera individual como en tándem. Lo de De la Serna es un lugar común, porque se trata de uno de los actores locales más versátiles al que siempre es agradable ver en acción, en cambio lo de Suárez es una sorpresa. De trayectoria más que vasta en la escena teatral de la provincia de Mendoza, donde desde hace más de cincuenta años se destaca como actor y director, este papel representa, sin embargo, su debut cinematográfico a los 72 años de edad. Con una presencia y un arsenal de gestos que recuerdan al gran Alberto Laiseca, su labor es impecable.
También es cierto que algunas situaciones parecen demasiado calculadas para provocar determinadas reacciones emotivas. O que a algunos personajes, como el de María Canale, se los podría considerar cabos sueltos debido a su escaso desarrollo, algo que quizá nace de la forzada deriva que impone el formato de las road movies. Sin embargo, a pesar de esas u otras anotaciones marginales, Camino a La Paz consigue lo que se propone: atarse al destino de Sebastián y Jalil sin abandonarlos nunca a su suerte y hacer que el espectador se convierta en el tercer pasajero de esa agradable travesía hacía el corazón de sus protagonistas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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