Conviene comenzar con una afirmación tajante: el documental es el más bastardeado de los géneros cinematográficos. No pocas veces se escucha a personajes vinculados al mundo de la industria cinematográfica desacreditarlo con argumentos insólitamente banales o torpes, tomándolo por menor o afirmando que el verdadero cine es la ficción. “Cualquier película en la que haya actores es siempre un trabajo más complejo que simplemente prender una cámara y filmar la realidad”, dicen ellos, sin saber que se ponen en ridículo. Nadie niega las diferencias entre ficción y documental, como tampoco se puede evitar que cada quien prefiera una de estas modalidades por sobre la otra. Pero establecer entre ambas un escalafón valorativo no sólo es inadmisible, sino una completa muestra de ignorancia por parte de quien se atreva a sostener una afirmación como esta o cualquier otra que menosprecie y pretenda relegar al documental a una inexistente categoría inferior. Basta decir que muchos directores, muy reconocidos por sus trabajos de ficción, han sido o son además consumados documentalistas, como Werner Herzog o Roberto Rosellini, por dar apenas un par de ejemplos concluyentes.
América Latina es una región en donde no pocos artistas han brillado especialmente dentro del género, como el brasileño Glauber Rocha o los argentinos Raymundo Gleyzer, Fernando Solanas u Octavio Gettino. Este año la edición número 17 del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) ofrece una oportunidad imperdible de conocer a uno de los más destacados documentalistas latinoamericanos de los últimos 40 años. Se trata del cineasta chileno radicado en Francia Patricio Guzmán, quien ha dedicado gran parte de su obra a intentar exponer, analizar y entender la historia reciente de su país a partir de una serie de documentales que se destacan no sólo por lo poderoso de su contenido, sino por la complejidad formal con que el director evade las convenciones del género. Los trabajos de Guzmán están conformados por partes iguales de filosofía, de ciencia, de mística y de poesía puestas al servicio del cine y de revisar la historia, pero no como ejercicio estéril o masturbatorio, sino con la intensión manifiesta de fecundar a cada espectador, de encontrar en ellos un terreno fértil en donde echar raíces.
La programación de BAFICI propone este año dos películas para darse una idea bien clara de quién es Patricio Guzmán. Una de ellas a partir de la mirada de un tercero, a través del documental Filmer obstinément, reencontré avec Patricio Guzmán (Filmar obstinadamente, encuentro con Patricio Guzmán; 2014), donde el director francés Boris Nicot recorre la obra del chileno yendo desde La batalla de Chile (1975), su trabajo fundacional, el más épico y emblemático de su obra, hasta El botón de nácar, su película más reciente, que entonces se encontraba todavía inconclusa. La otra alternativa que permite completar este acercamiento a la figura y la obra de Guzmán está dado, justamente, por la proyección de ese recién aludido último y exquisito trabajo, que acaba de ser estrenado y premiado en el festival de Berlín con el Oso de Plata al mejor guión. Se trata de una pieza que viene a complementar su película anterior, Nostalgia de la luz (2010), en donde la astronomía y el cosmos son portales abiertos hacia el pasado que le permiten al chileno rescatar detalles silenciados de la historia de su país, para abordar temas como la identidad y la memoria.
Como ya ocurría en Nostalgia de la luz, el recorrido que Guzmán propone en El botón de Nácar vuelve a tener como punto de partida el desierto de Atacama, al norte de Chille. La inconfundible y cálida voz del director, narrador omnipresente en la mayoría de sus trabajos, revela que se trata del lugar más seco del planeta y es por eso que ahí se han instalado algunos de los más importantes observatorios astronómicos del mundo, para intentar llegar a los confines del universo con la menor cantidad de obstáculos atmosféricos posibles. Más adelante, sobre la parte final de la película, el director afirma que este tipo de avances tecnológicos “no son sino un esfuerzo por volver a cosas que ya se sabían desde antes, pero de forma poética”: que somos hijos de las estrellas y que en ellas podemos leer nuestro pasado y futuro. Si en su película anterior Guzmán aprovechaba la luz de las estrellas para sumergirse en el pasado, en esta oportunidad se sirve del agua como elemento vital para interconectar lo cósmico y lo mundano; lo trascendente y lo finito; la historia y el presente; lo prosaico y lo poético. Porque, como él mismo afirma, “el agua es un órgano mediador entre las estrellas y nosotros”. Con una vigorosa lógica poética, el director vincula al agua dispersa por el universo en infinidad de planetas, nebulosas y galaxias lejanas, con los pueblos originarios de la Patagonia chilena, nomades del agua que convivían con el mar como parte indivisible de su cultura y su naturaleza.
Apoyado en la idea de que “las leyes del pensamiento son las mismas que rigen la conducta del agua”, porque ambos elementos tienden a adaptarse a todo, el discurso de Guzmán fluye con potencia, ligando momentos históricos en apariencia inconexos entre sí. De esta forma convierte a aquellos dueños originales de la tierra en los primeros desaparecidos de la historia chilena, un antecedente directo de las atrocidades cometidas un siglo después por la dictadura que derrocó al presidente Salvador Allende “con el apoyo financiero de los Estados Unidos” y que mantuvo al general Augusto Pinochet durante 14 años usurpando el gobierno de aquel país. Para Guzmán entonces los desaparecidos no empiezan ni terminan en ese período histórico reciente, sino que su origen se remonta a las matanzas de aquellos habitantes patagónicos a finales del siglo XIX y comienzos del siglo siguiente. Entre aquellos a quien el director ha elegido para apoyar esta versión cósmica de la historia de su país está el poeta Raúl Zurita, quien con una voz que por momentos recuerda a los característicos balbuceos del Borges oral, afirma que “en Chile se acumula una impunidad de siglos” y que “encontrar a los culpables no es el fin del camino, sino recién el comienzo.” Es que tal vez para Guzmán la historia, lejos de desarrollarse en línea recta, sea en realidad un relato continuo y espiralado como muchas galaxias, en donde inevitablemente se pasa una y otra vez cerca de los mismos lugares. Es por eso que la memoria se convierte en una herramienta vital.
Pero El botón de nácar no solamente es extraordinaria desde su contenido. La película es además un prodigio fotográfico y cinematográfico, que trabaja sobre todo generando explosiones y contrastes de color, tal vez como correlato del modo en que también se va desenrollando el discurso. Sólo así los brillos que la luz produce en un plano fijo de la superficie desenfocada de un curso de agua se convierten, de un modo casi mágico, en un cielo estrellado en movimiento. Vivo. Únicamente de esa manera la mirada puede perderse por enormes glaciares como si la cámara, y con ella cada espectador, estuviera adentro mismo de esos enormes bloques de hielo azul. Después de ver El botón de nácar es difícil creer que alguien pueda seguir pensando en el documental como un género menor.
El título de la película hace referencia a una historia que no por conocida deja de ser digna de mención y a la que Guzmán consigue darle nuevas implicancias. Cuenta el director que una expedición al mando del explorador Fitz Roy fue la responsable de trazar los primeros mapas de la Patagonia. Tan preciso fue el trabajo realizado que su cartografía siguió siendo utilizada por los viajeros durante más de cien años. Fitz Roy y sus marinos fueron además unos de los primeros europeos en tomar contacto directo con los pueblos patagónicos y uno de los responsables de aquella extraña idea de llevarse consigo a cuatro de ellos en su regreso a Inglaterra, para realizar el experimento de “civilizarlos”. Uno de esos cuatro indios recibió el nombre de Jemmy Button, porque accedió a subir al barco de Fitz Roy a cambio de un botón de nácar. Jemmy Button permaneció durante un año en Londres, donde fue educado casi hasta convertirse, en las propias palabras de Guzmán, en un lord inglés. Cumplido ese tiempo y ya adaptado a una nueva realidad, Jemmy fue traído de vuelta a su tierra. Al llegar lo primero que hizo fue quitarse la opresiva ropa europea y, desnudo, meterse al agua: había regresado a su hogar, al helado mar del sur. Sin embargo nunca pudo volver a recuperar por completo a su vida anterior; ni siquiera consiguió reconstruir completamente su idioma y hasta su muerte habló una lengua bastarda, un híbrido entre el inglés y su lengua madre. La conclusión de Guzmán es estremecedora: en ese viaje de la Patagonia a Londres, Jemmy Button había viajado 30 millones de años entre la edad de piedra y la revolución industrial. En el camino había perdido (o le habían usurpado) la identidad. Sobre el final Guzmán traza líneas por el infinito para unir esa historia con otra, en la que el agua es una fosa común y donde otro botón vuelve a contar la historia de una identidad arrebatada por la prepotencia de aquellos que se creen dueños de todas las historias.
En la Argentina existe la expresión “para muestra alcanza un botón”, que se utiliza para expresar que a partir de un elemento mínimo es posible tener cierta certeza del todo. Pero Guzmán no se queda en sus botones, sino que los aprovecha para dar una verdadera lección de historia, y no solo chilena, sino latinoamericana. Porque si algo se revela en El botón de nácar es que los relatos históricos de nuestros países son espejos en los cuales es posible buscar y reconocer los propios errores y horrores. Entender esto de una manera integral, cósmica, como la que el director propone, permite ganar para nuestra propia historia a un artista extraordinario como Patricio Guzmán. Y confirmar de manera definitiva que el género documental también produce obras de arte. Cine con mayúsculas.
El botón de nácar, de Patricio Guzmán, puede verse hoy a las 16:30 por última vez en el marco del 17 BAFICI. En el cine Artemultiplex Belgrano, Av. Cabildo 2829.
Versión completa del artículo publicado parcialmente en la sección Cultura de Tiempo.
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