
El asunto es que ella lo tiene a Héctor como a un chico: lo levanta, le prepara el desayuno, le hace el nudo de la corbata y lo despide en la puerta del departamento que comparten con las llaves en la mano. Con ayuda de un montaje muy dinámico, algunos recursos narrativos infrecuentes y un sentido del humor que parece no atarse a límites y convenciones, esos quince o veinte minutos consiguen crear una buena base para que, cuando el pobre Héctor decida irse de viaje a tratar de descubrir de qué se trata la felicidad en lugar de aceptar de inmediato la propuesta de su mujer de tener un hijo, todo sea perfectamente verosímil. Hasta acá la cosa se parece a una mesa bien servida, pero ahí se queda. Porque a partir del momento en que el protagonista, interpretado por el inglés Simon Pegg –un buen comediante que no siempre elige bien sus proyectos-, se sube al avión que lo llevará a China, la película empieza a caer, uno tras otro, en la lista de los miedos enumerados más arriba. Una especie de La increíble vida de Walter Mitty, parte 2, pero sin siquiera la pretensión de acceder, nunca jamás, a un nivel fantástico dentro de sus limitadas capas narrativas. Ramplona pero pretenciosa; preciosista y kitsch; Héctor, en busca de la felicidad realiza un retrato del mundo paternalista, condescendiente, moralista y zumbónamente bienintencionado, pero bajo la piel de cordero de una comedia desprejuiciada. Una máscara que le dura apenas un cuarto de hora.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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