jueves, 9 de abril de 2015

CINE - "El desierto", de Christoph Behl: Miedo a la mirada de los otros

Es una extraña decisión la de promocionar a El desierto como una película de terror. Porque el primer trabajo de ficción de Christoph Behl, más conocido por sus trabajos como director y productor de documentales, de ninguna manera lo es. Puede ser que comparta el escenario de un mundo pos-apocalíptico en el que la humanidad enfrenta su propia extinción, luego de que una pandemia se encargara de convertir a casi todos en zombis, que es propio de una enorme cantidad de películas del género. Pero, ¿eso alcanza para hacer de esta película una de terror? La respuesta es que no y que, en todo caso, se trata de un exponente de cine fantástico en el que el miedo es un elemento central. Con una importante salvedad: ese miedo no intenta transmitirse pantalla afuera para afectar directamente las emociones del espectador, sino que es uno de los sentimientos a los que la trama expone a los tres protagonistas y que condiciona sus comportamientos. 
Sin embargo no es a ese mundo infectado ni a esos otros convertidos en monstruo a lo que le temen Ana, Axel y Jonathan –que viven encerrados en una casa en los suburbios vaya a saber desde cuándo—, sino a la posibilidad cierta de que el encierro y el exceso de intimidad termine transformándolos en recíprocos objetos de odio, aplastando el amor que alguna vez sintió cada uno por los otros dos. Le temen, en definitiva, a la perspectiva de convertirse ellos mismos, ya no en zombis, sino en extraños. El desierto es un drama íntimo sobre un triángulo amoroso, cuya intención es registrar el momento preciso en que este se desmorona, pero envuelto en el packaging de las películas de terror estilo George Romero, con las que comparte el propósito de usar el género como vehículo de una alegoría que está más allá de la superficie narrativa. 
Lo verdaderamente monstruoso en la película de Behl se encuentra, entonces, habitando dentro de la misma casa, en la forma en que la mirada de cada uno de los personajes ha ido alterando la percepción que se tiene de los demás, al punto de generar en ellos la necesidad de un espacio de invisibilidad. Dicho espacio consiste en una habitación al fondo de la casa, a la que bautizan como “el consultorio”, en donde cada uno de ellos se encierra cada vez que quiere, para grabar sus secretos con una cámara hogareña en pequeños cassettes digitales que luego guardan en un baúl con candado, para que los demás no puedan acceder a ellos. En ese sentido El desierto no sólo es pos-apocalíptica sino también pos-Gran Hermano (es fácil identificar ese “consultorio” con el confesionario del popular programa de televisión) y, sobre todo, pos-psicoanalítica. Tanto que no es necesario recurrir a Slavoj Zizek para reconocer las instancias de Yo, Superyó y Ello dentro de la estructura de esa casa. Por supuesto que esa prerrogativa de intimidad será vulnerada a caballo del deseo, desatando, como no, el retorno de lo reprimido.
Es cierto que sobre el final la película resbala en la obviedad de algunos de los recursos elegidos. Como cuando Jonathan se despacha con un discurso sobre el amor como escudo que hasta ahora los mantuvo a salvo de un afuera que los tiene arrinconados, mientras de fondo suena el clásico “Love is a Shield”, de la banda electro pop alemana Camouflage. Aún así consigue sostener el clima agobiante, apoyándose sobre todo en el uso de primeros planos que transmiten con eficacia la sensación de encierro y en la gran labor del elenco completo. También es un logro el trabajo de diseño de arte, que le da a esta versión del Apocalipsis el color, la textura y el olor del conurbano bonaerense que tan bien retrataron los historietistas Ángel Mosquito y Federico Reggiani en su gran novela gráfica Tristeza, trabajo con el que El desierto tiene sutiles puntos de contacto. Dramas existenciales en el Gran Buenos Aires, disfrazados de fin del mundo.  

 Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

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