No es extraño que el cáncer sea un tema habitual en el cine, sobre todo en la industria norteamericana, hábil manipuladora a la hora de trasladar a la ficción las palancas emotivas de la realidad. Una larga lista de obras incluye a esta enfermedad dentro de sus tramas, con un nivel dramático tan relevante que hasta puede decirse que se trata de un personaje más dentro de sus argumentos. Las hay lacrimógenas, de la clásica Love Story (1970) a las más cercanas Mi vida sin mí (2003), de Isabel Coixet, o La decisión más difícil (2009). Y están aquellas que sin desaprovechar las posibilidades trágicas, insisten en tomarse las cosas de modo menos sentencioso y con algo de humor, como La vida de Andy (de 1999, uno de los mejores trabajos de Jim Carrey, dirigido por Milos Forman), Hazme reír (2009), de Judd Apatow, o la recién estrenada 50/50. También Amor por siempre, segunda película de Nicole Kassell -cuyo trabajo anterior es la mucho más rica El hombre del bosque-, intenta circular por ambos carriles.
Marley Corbett (Kate Hudson) es una chica trabajadora, graciosa, buena amiga, divertida, y varios adjetivos más que casi la vuelven perfecta. Su única contra parece ser la repetida falta interés para asumir compromisos sentimentales con los hombres, pecado que en el mundo conservador del status quo hollywoodense es imperdonable. Un detalle no menor, ya que muchos guionistas y directores creen que no hay mejor recurso para redimir a sus personajes que castigarlos por defectos así. En este caso será un cáncer intestinal el que pondrá a Marley en vereda, para que pueda aprender al fin lo que es amar. Esta sería la parte triste del asunto, que tiene (o le encantaría tener) un contrapeso cómico. Porque como Marley es la más positiva de las almas, buscará soportar su enfermedad a través de la buena actitud, camino que de seguro también utilizarán muchas personas que deben lidiar en la realidad con problemas similares. El problema entonces no es ese, sino la abundancia de un ingenio demasiado pedestre, de la incorrección política mal utilizada, y una palpable ausencia de verosímil que pone en evidencia que tanta ligereza tiene como única función subrayar los trazos fatales del cuento. Todo agravado por personajes secundarios de molde y sin gracia (madre sobre protectora; amigo negro y homosexual; la amiga desorientada; la embarazada sensible; ¡un taxi boy enano!). Todos ellos cargan con una falta de sustancia propia de quienes han construido una vida rodeada de vacío. El retrato de un mundo en donde la gente es feliz sólo si, aun al filo de la muerte, tiene un millón de dólares para ir de compras. Y eso tampoco falta.
Dentro de su costado “festivo”, Amor por siempre también tiene una arista new age. En medio de un viaje astral provocado por la anestesia durante una colonoscopia, Marley tiene la suerte mayúscula de ser recibida por Dios, quien le concede tres deseos a la moribunda en ciernes. En tren de ser buena onda, la película no sólo convierte a un hipotético dios occidental en un remedo del genio de la lámpara, sino que le calza la piel, la voz y los berretines simpáticos de Whoopi Goldberg. (Suponiendo que alguien crea que Whoopi Goldberg sigue siendo simpática y buena onda). Pero como la historia transcurre en Nueva Orleáns, la ciudad más africana de la Unión, una diosa negra que concede deseos puede resultar un artificio lógico para una imaginación remolona. Los deseos de Marley por supuesto son tan obvios como -se ha dicho- vacuos: aprender a volar y aquel millón de dólares. Ambos acabarán por cumplirse arbitrariamente. Al tercer deseo, predecible como los anteriores, ella lo irá descubriendo a medida que avance en su odisea. Bastará decir que el coprotagonista es el mexicano Gael García Bernal, atípico galán que interpreta al joven oncólogo que lleva adelante el tratamiento de Marley… Para qué decir más.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos y Cultura de Página/12.
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