La noche era preciosa, aunque el sol todavía resbalaba sobre algunas cornisas, demorando en decidirse a por fin cerrar su ojo. El lugar, una estaca de Oriente en el corazón porteño: paredes de papel de arroz, esterillas y almohadones por toda decoración. Y una lamparita desnuda colgando del techo que, es verdad, con su luz amarilla empañaba un poco la ilusión de haber atravesado mil océanos con sólo trasponer un umbral. Era esperable tener que entrar ahí descalzo y pude ver, no sin algo de pudor, como restos de talco imprimían en el suelo el pasado de mis pasos. Tan esperable como que la comida fuera extraña, o bien un poco cruda o demasiado frita. Sin embargo, todo eso no hacía más que avivar una atmósfera con más de sueño que de realidad. Los milagros existen.
Lejos de lo que suele suponerse, que los seres celestes jamás se molestan en atender cuestiones terrenas, lo cierto es que esos encuentros ocurren, aunque son raras las veces. Justamente aquel hueco ignorado de toda mirada era el escenario de una de esas infrecuentes cumbres entre cielo y tierra. Si por curiosidad me preguntaran cómo son ellos, diría que la luz del atardecer permite ver a través de su piel; que son de risa tan generosa como su afecto y, vaya a saber por qué, gustan de comer pescados vivos, igual que la gente del Japón. Será que del mismo modo en que los bebés vienen de París, tal vez ellos tengan residencia en Kyoto o en Okinawa, aunque me consta que algunos también conocen Francia.
En cuanto a sus alas, las esconden, no las muestran, pero es obvio que ahí están. Sólo si se les antoja, con ellas te llevan a dar una vuelta por el aire, su elemento, tan alto que parece que nunca antes hubieras visto el cielo y dan ganas de tragarse la luna de un bocado. Así de cerca, así de azul se siente todo.
El mundo es perfecto en momentos como ese. Pero es ahí, en el aire, como una uña que escarba el pecho por dentro, cuando nos captura la idea de que el único defecto de ese instante pudiera ser uno, tan indigno, tan falible. Tan mortal. Entonces apenas queda el consuelo de sentarse a escribir.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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