Levantarse temprano suele ser un problema, pero más problema puede ser llegar tarde a un compromiso. Por eso me lamenté bastante cuando al fin salí de la cama, después de concederme 10 minutos más de descanso: seguramente no llegaría a la hora señalada y me perdería el tren local, el que sale de Castelar y llega a Haedo a las 8 y 10 más vacío que los que vienen desde Moreno. Es decir, viajaría más tarde y más apretado, nada por lo que no haya pasado antes en mis casi 25 años yendo de casa a Once y de Once a casa, todos los días.
Y así fue, nomás: perdí mi tren por algunos minutos y viajé más apretado en el siguiente, que recién se descomprimió un poco al llegar a Liniers. Ahí pude sacar un libro del bolso, para retomar la lectura que había quedado en suspenso la noche anterior, en el tren de regreso. Es que, desde siempre, los vagones del Sarmiento son como mi sala de lectura: leía Los electrocutados, segunda novela de J. P. Zooey. En eso andaba cuando el tren se detuvo más cerca de Once que de Caballito y entonces, después de unos minutos lastrados por la impaciencia que acostumbro sentir cuando el tren se detiene donde no debe y por un lapso de tiempo siempre difícil de clacular, el aire se detuvo de golpe.
Como si hubieran estado programadas, las melodías y zumbidos de los teléfonos móviles comenzaron a llamar por todas partes. Parecía la coreografía de una comedia absurda, o la escena de una de esas películas de ciencia ficción de atmósfera orwelliana: todos atendían sus teléfonos al mismo tiempo, igual que robots con cara de dormidos. Súbitamente humanizadas, las miradas perdieron ese vacío impersonal que se produce al viajar apretados, cara a cara con desconocidos: pronto todos intercambiaban los retazos de información que recibían desde sus casas.
El arribo a Once demoró más de lo habitual. La dársena 3 de la estación reproducía una escena de guerra. Gritos; gente (mucha gente) tirada en el piso, enroscada entre cables y cámaras de televisión; bomberos corriendo de un lado a otro; camilleros con sus guardapolvos manchados, pidiendo permiso con desesperación. Un cordón de policías calzándose guantes de látex. Las chispas que escupía una enorme sierra eléctrica con la que los bomberos comenzaban a cortar la cabina donde estaba atrapado el maquinista, saltaban y también se apagaban sobre el andén, mientras un montón de imbéciles lo filmaba con sus celulares. Llegar temprano al trabajo dejó de ser importante. En el Hall la gente seguía hablando por teléfono, muchos también corrían o lloraban o todo al mismo tiempo. Yo caminaba despacio, con Los electrocutados todavía en una mano y un lápiz en la otra, sin saber bien qué estaba haciendo ahí o a dónde se supone que debía ir, como si el electrificado fuera yo. Como si ese tren ahora apelmazado hubiera sido el mío, como si no lo hubiera perdido sólo por esto apenas cuarenta minutos antes.
Salí de la estación. Vi a Pueyrredón como una boca desdentada a la que le faltaban todos los autos y los colectivos. Sólo había gente (mucha gente) deambulando con más aire de perdidos que de encontrados. Unas cuadras más allá, una ambulancia con su trompa enterrada dentro de un kiosco era la síntesis perfecta del sinsentido. Se me escapó pensar en las películas de zombis y tuve que sentarme para digerir la idea de que tal vez no somos más que muertos vivos, con nuestras fechas de defunción ya impresas en los legajos de algún Ministerio. Una idea triste. Pero no tanto como la certeza de que otros ya no llegarán a tiempo al trabajo, ni volverán a viajar de casa a Once y de Once a casa.
Artículo publicado originalmente en la sección Sociedad de Tiempo Argentino.
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