Foto: Gentileza Mariana Russo
Mansa como el suelo de tierra adentro, la voz del pianista Miguel Ángel Estrella vibra con una profundidad que sólo puede venir del alma, de las raíces que se engarzan en lo más profundo del espíritu humano. De paso por la ciudad de San Juan, el extraordinario músico tucumano participó como panelista de una de las mesas de debate del Tercer Congreso Nacional de Cultura, donde aportó su calidez y extraordinaria pasión por los temas que le importan desde siempre: la música y el compromiso de la cultura con los sectores ignorados de la sociedad. Entre otras cosas, volvió a dejar en claro su enorme carisma y sus innatas dotes de narrador de historias. Siempre es un placer escucharlo.
–Usted se refirió en su exposición al desencanto con la Iglesia. ¿Por qué se produce un quiebre entre quienes tendrían que estar atentos a la gente y la gente misma?
–Porque las instituciones, como los empresarios de espectáculos musicales, tienen intereses, y para mí la música no es un espectáculo sino un momento de intimidad muy fuerte con el público. En un castillo en Alemania, en el Teatro Colón, o en un pueblito tierra adentro: para mí es un acto religioso tocar el piano. Cuando era un joven pianista en alza y mi mujer, Marta, cantaba maravillosamente, me molestaba que nos quisieran vender como la parejita ideal. Había que ir a lo de Mirtha Legrand, vestirnos, hacer los pasitos que ella quisiera y yo les decía: “¡están locos!” Nosotros nos amamos y teníamos a la música como factor común. No hay voz que me emocione más que la de mi mujer, pero nunca nos van a vender como la pareja ideal, no es algo que se pueda vender.
–¿Está mal utilizar los medios para difundir algo que es positivo o que enriquece a la sociedad?
–Si hay pasión en quien organiza y quiere usar los medios con un sentido humanista, lo acepto. Pero no por el dinero. Porque además te exigían determinados repertorios, y vos en ese momento estabas enamorado de otras cosas. Por eso nunca tuve un empresario, ni lo voy a tener jamás. Cuando salí de la cana mis acciones habían subido muchísimo y los empresarios franceses e ingleses me querían hacer firmar contratos de por vida, o por 20 años. “Por lo que ofrecen de cachet, usted es el pianista más grande del mundo”, me decían. Y eso a mí me importa tres pedos: la plata no me mueve. Soy un tipo de la clase media y moriré un tipo de clase media.
–¿Es posible modificar esa estructura empresaria en la televisión?
–Creo que sí. Canal 7 o Encuentro hacen cosas de un altísimo nivel profesional que interesan a la gente. Conozco gente de villas, gente campesina que sigue esos canales. En ese sentido la nueva Ley de Medios Audiovisuales, que en un tercio está dedicada a las ONG y a la vida asociativa, me parece que está muy bien.
–¿Cree que podría ser artista si no hubiera gente del otro lado?
–Cuando todavía no éramos conocidos, mi mujer y yo tocábamos para nuestros padres y abuelas, tíos, primos: necesitábamos afirmar un programa que estábamos estudiando y era importante tocar y cantar para los otros. Como para dominar una obra se necesita haberla tocado por lo menos cincuenta veces frente a la gente, cuando se nos terminaban la familia y los vecinos, nos vestíamos como para dar un concierto y metidos en uno de los cuartos de nuestra casa tocábamos para la biblioteca. Imaginábamos que en vez de libros eran personas, tocábamos para esa gente en la biblioteca y nos poníamos en trance de concierto. La inspiración te la da esa gente que va a recibirte. Es un momento especial, porque la música no es solamente un placer estético personal, sino que les transmite belleza a los demás y les cambia la vida.
–¿Cómo hizo para sostener esa pasión en los momentos en que estaba privado de su libertad?
–Tenía tres recursos. Hablaba con mis muertos, y a veces hasta me contestaban. En una sesión de tortura, mientras los torturadores me gritaban, sentí físicamente dos voces de mujer. Una, la de mi maestra Nadia Bourlache, que me decía en francés: “Sos miles.” La otra voz, la de mi mujer, que había muerto, me decía: “Tené coraje, hombre mío.” Vos no sabés la fuerza que me daba eso y yo rezaba como un animal. Gritaba: “¡Padre Nuestro que estás en los cielos!”, pero treinta y cinco veces, hasta que en las tinieblas –porque estaba colgado desnudo y encapuchado– lo veía a Dios. Era la cara de mi viejo, sólo que con una enorme barba, como uno se imagina culturalmente al Todopoderoso. Después tomaba personajes de mi vida, como mi hermano Jorge, y buscaba el primer recuerdo que yo tenía de él, cuando éramos chiquitos y nos bañábamos juntos, y desde allí iba reconstruyendo todo hasta la última vez que lo vi. De esas cosas me valía. Y también de reconstruir una obra. Por ejemplo, tratar de oír la voz de mi mujer cantando e imaginar qué instrumentos la acompañaban. Era un trabajo intelectual en el que me concentraba y sentía menos el dolor de la picana o de los golpes que me daban durante la tortura. Esas tres cosas forman parte de mi cultura: el amor por mis muertos, por mi gente y por la música. Incluso hoy tengo rituales. Dos o tres veces por semana, toco para mis muertos: los voy nombrando mientras toco y les cuento cosas que tienen que ver con ellos. Rituales de un cristiano que siempre tuvo una relación difícil con la Iglesia.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino.
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