jueves, 19 de mayo de 2016

CINE - "X-Men: Apocalipsis" (X-Men: Apocalypse), de Bryan Singer: La ética del movimiento

Del mismo modo que quienes vivieron durante el apogeo del Imperio creyeron que Roma regiría por siempre el destino universal, así se ve el mundo del cine en la era de los superhéroes: como si no hubiera un futuro más allá de ellos. Pero la historia del cine, igual que la luz y el sonido, parece moverse como el mar, avanzando en ondas u oleadas. Y, ya se sabe, todas las olas mueren en la playa. Así como se extinguieron las comedias mudas, las aventuras de piratas, las superproducciones épicas, el western y el terror japonés, así se agotará el negocio de los superhéroes más temprano que tarde. Pero no por ahora, porque el género todavía goza de estupenda salud y el estreno de X-Men: Apocalipsis es una prueba cabal de esa bonanza. Junto a Deadpool y Capitán América: Civil War conforman el tridente del catálogo Marvel que este año demostró que el fracaso artístico de Batman vs. Superman: El amanecer de la justicia se debió sólo a una falla (otra falla) en la política creativa de su súper competidora DC Comics
Tercera entrega de la segunda trilogía dedicada a estos personajes de historieta, X-Men: Apocalipsis gira una vez más en torno a las complejas situaciones que deben atravesar estos individuos que a partir de distintas mutaciones gozan (y también padecen) de poderes más allá de los límites humanos. Aunque transcurre en 1983, uno de los períodos más álgidos de la Guerra Fría, esta vez la trama es menos rica en intriga política y se centra más en las continuas tensiones con las que los mutantes deben convivir. Por un lado, las que los separan del resto de los humanos, que sienten por ellos una mezcla de admiración y miedo. Por el otro, las fricciones dentro del grupo, siempre dividido entre los que se inclinan por aprender a coexistir con la humanidad y los que creen que la imposición de la especie más fuerte es la instancia final de todo proceso evolutivo. En ese contexto, el surgimiento de un poderoso mutante dormido que los antiguos egipcios tomaban por un dios, que pretende reinstalar su dominio en el presente, vuelve a representar una piedra de toque para abismar una vez más la grieta mutante.
No es casual ni un dato menor que este último film vuelva a estar dirigido por Bryan Singer. Precozmente reconocido por el éxito de Los sospechosos de siempre (1995, su segunda película), Singer ya había estado a cargo del mencionado episodio previo de la serie, Días del futuro pasado (2014) y de los dos iniciales de la saga anterior, el primero de los cuales (X-Men, 2000) es nada menos que el punto de partida de esta era en que los superhéroes gobiernan el cine. Puede decirse entonces que Singer es el responsable de haber impulsado esta ola que al día de hoy es el mejor negocio que la industria del cine estadounidense ha tenido en su historia. Y aprovecha la ocasión para demostrar su experiencia, dando una modesta lección de estética aplicada al cine de acción y aventuras en el siglo XXI. Al contrario de artistas del engaño, como Michael Bay (Transformers) o el propio Zack Znyder (Batman vs Superman), para quienes lo único importante no es cómo se desplome el mundo en la pantalla, sino cuánto ruido haga, Singer compone uno de los armagedones más eficazmente filmados dentro de este género megalómano. Y todo sin apartarse del tópico destructivo.
A diferencia del vértigo que propone Bay, basado en una velocidad de montaje que no permite captar más que fragmentos dispersos de una totalidad avasallante, o de las masturbatorias cámaras lentas de Znyder, Singer ofrece la posibilidad del detalle. Es sintomático que las escenas más emblemáticas y perdurables de estos dos últimos episodios le correspondan a Quicksilver, un personaje lateral dentro de las tramas, que tiene el don de moverse en la realidad a una velocidad fuera de las leyes de la física. A partir de la idea de filmar al personaje desplazándose con normalidad dentro de una escena que avanza muy lento, permitiéndole reorganizar a voluntad la coreografía de un instante, Singer no sólo consigue efectos cómicos brillantes, sino que parece firmar una oportuna declaración de principios. Según ella el cine no debería reducirse a amontonar imágenes/sonidos/ideas para apabullar al espectador, sino que debería ser el arte de acomodarlas en el campo cinematográfico (o fuera de él), de modo que al aplicarles un movimiento preciso se produzca en ellas un efecto determinado que el público primero sea capaz de aprehender, luego de comprender y por fin disfrutar. Parece fácil, pero no muchos lo hacen bien: esa es la gran virtud de X-Men: Apocalipsis. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

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