miércoles, 22 de junio de 2011

CINE - Aballay, el hombre sin miedo, de Fernando Spiner: El regreso del gaucho

“Mientras tanto el gaucho argentino era marginado cuando no perseguido y servía de peón o instrumento de los caudillos de turno. El protagonista de nuestra historia es la dolorosa síntesis de esa época”. El texto es un fragmento de aquel con el que Leonardo Favio prologaba su Juan Moreira (1973), una de sus más grandes películas y tal vez el último antecedente serio del Western realizado en la Argentina. La cita a aquel texto no es ociosa para hablar del estreno de Aballay, el hombre sin miedo, último trabajo de Fernando Spiner, no sólo porque ambos filmes comparten el género, sino porque los dos también utilizan una misma idea de Historia para contar sus historias. Aballay retoma a Moreira, del mismo modo en que Spiner se toma de la mano de Favio para andar sobre seguro. Pero las discrepancias entre una y otra también son notorias. Para empezar puede mencionarse que mientras el personaje de la película de Spiner está basado en una obra de ficción -el soberbio cuento homónimo del mendocino Antonio Di Benedetto-, Moreira fue un personaje real, aunque luego lo haya revivido Eduardo Gutiérrez en una de las más exitosas novelas argentinas de finales del siglo XIX. Esa diferencia de origen es fundamental para marcar los recorridos diversos de una película y otra.
Así como Favio trabaja sobre un verosímil íntimamente ligado al relato social y al mito popular del que proviene, del mismo modo Spiner aparece influenciado por el origen literario de su personaje. No debe entonces pasarse por alto el interesante trabajo de adaptación realizado por el director-guionista y su equipo de colaboradores, que supieron encontrar una línea cinematográfica en el cuento de Di Benedetto, que está pensado mucho más desde un conflicto intimo (el sentimiento de culpa de un gaucho que ha asesinado a un hombre frente a la mirada de su pequeño hijo) que exterior. Spiner toma sobre todo la anécdota final del cuento del mendocino y a partir de allí genera todo un relato previo, que desde el cine suma a la historia lo que la literatura no necesitaba contar.
Aballay es el jefe de una banda de gauchos cuatreros que gobierna a su gavilla desde el terror. Pero aunque sus hombres le temen, no falta quien le haga frente: es evidente que el Muerto es, entre ellos, quien más se le atreve en la disputa por el poder. Cuando la banda asalta en medio de las montañas desiertas a una carreta custodiada por oficiales del ejército, Aballay demuestra todo su salvajismo abriéndole el cuello al último e indefenso pasajero. Pero mientras sus hombres enseguida se dan a la fuga con el cargamento de oro que venía en la carreta, Aballay se queda y descubre oculto en un cofre al hijo del hombre que acaba de matar. En esa mirada inocente reconocerá el horror del que ha sido capaz. Al contrario de Moreira -un hombre honesto al que la injusticia empuja a la brutalidad-, Aballay acepta la injusticia en sus propios actos y buscará redención.
A Spiner le alcanza ese intenso cruce de miradas entre la atrocidad y la inocencia para obtener los polos del relato, que a partir de ahí se repelerán hasta un enfrentamiento inevitable. Mientras el protagonista decide montarse a su caballo para no bajarse nunca más, emulando a los antiguos estilitas que montaban columnas para alejarse del suelo en que habían pecado, aquel niño crece devorado por el ansia de vengar a su padre. Borges solía destacar al western como la llama que mantenía vivo al género épico en el siglo XX. Y Aballay es un film épico, sin lugar a dudas, cuyos dos héroes cargan dentro de sí la dualidad del bien y el mal, y a quienes el destino pondrá frente a frente en las circunstancias menos pensadas. Querrá también ese destino (manejado por el hábil trío de guionistas), que en el medio ocurra el amor; que el Muerto, devenido en maligno Juez de Paz de un pueblito perdido, se convierta en un impensado enemigo común. Y por supuesto, que todo cierre con un efectivo tiroteo y un duelo final que, con toda intención, huelen más al tuco del spaghetti servido por Leone, que a los clásicos bocaditos de Ford, Hawks y el resto de los muchachos al norte del río Bravo. Ojalá Aballay resulte el primer paso de un camino que puede ser, como ya lo ha sido, muy rico para el cine argentino en tanto industria, pero también como medio para repensar la Historia. Es un deseo.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

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