viernes, 10 de junio de 2011

LA COLUMNA TORCIDA: Una simetría sin final

Primero se nace. El amor y el odio vienen después, casi enseguida. El asunto tiene gracia, podría decirse, porque uno se enamora de inmediato de esa teta como el mundo que nos llena, y al mismo tiempo se comienza a odiar al tipo de barba, que sentado al lado y con una sonrisa pretende que le convidemos. Todo lo que venga después será producto de la conflagración original entre ese primer amor y aquel odio fundacional. No voy a engañar a nadie diciendo que lo recuerdo todo, porque no es así (y lo agradezco) pero tengo muy presente el momento en que ambos se hicieron conscientes de golpe, pocos años más tarde, junto al resto de la memoria. Ya libre del yugo mamario -aunque no de traumas en leve ascenso- empecé a amar los libros, mucho antes de entender el secreto de sus páginas suturadas de garabatos, que por vía milagrosa le dictaban historias a papá. No olvido que me enamoré del cine, de esa explosión de la luz que me sacó el miedo a las ausencias, aunque más no fuera leyendo las críticas del diario porque no había plata para entradas. Y los discos, que me contagiaban el baile pero no sonaban igual cuando los hacía girar con un tenedor contra el suelo. También me gustaban las piernas largas que subían a ocultarse bajo polleras cortitas y que en los años 70 le revelaron el futuro entero a mis ojos de chico al ras del suelo, aunque después tuviera que conformarme con las nenas de mi edad. Como la de las dos colitas con moños azules en segundo grado; o Estela Maris y su piel de claro de luna, en cuarto y quinto; o Bárbara, que en sexto me miraba como desde el cielo, aunque nunca me mirara. En los 80 fui exiliado a escuelas que todavía segregaban por género, pero el barrio seguía siendo mixto. Ahí veía pasar a la chica del nombre griego que vivía a la vuelta y nunca lo supo. A la que vino de La Pampa y le dibujé en la pared de la parroquia un corazón enorme con su nombre, sin animarme a agregar el mío. A aquella profesora de Literatura recién recibida, que en un colegio de muchachos era un oasis de mujer que hablaba de libros. El amor, el odio, y lo mismo y lo mismo y lo mismo. Uno alimenta, con su eterna cara de mujer. El otro, siempre en forma de espejo, sigue sin afeitarse.

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Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

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