El paisaje parece de tarjeta postal, de esas que se engolosinan mostrando la monumental sucesión de curvas y rectas salpicadas por gruesas capas de blanco, y a primera vista consiguen impactar. Sin embargo, esos murales vivos que retratan las montañas no alcanzan a engañar a nadie: como aquellos cartógrafos abnegados de Borges, que urdieron el mapa de un imperio de igual tamaño que el imperio mismo, se intuye que la realidad es todavía más desmesurada y exuberante y perfecta de lo que puede verse en la inmensa pantalla de un cine. Entre esas moles de mineral y nieve, un hombre se viste con ropa humilde de trabajo, cierra su pequeña casilla de madera con una cadena y un candado y se va a trabajar. A descargar camiones. Aquello es Esquel y la acción transcurre en 2002, a poco de desatada la crisis que mantuvo al país de rodillas por algunos años largos, y el nivel de desocupación que asfixia a la ciudad llega a rozar el 40%. Aunque se trata de uno de los puntos más visitados de la Argentina, algunos de los vecinos reconocen que la plata del turismo se la reparten tres o cuatro, que dan trabajo, es cierto, pero pagan poco y mal. Es lógico que en ese escenario la llegada de un emprendimiento minero para la extracción de oro a gran escala represente una posibilidad para sostener una esperanza que no se quiere perder y que Esquel sienta que las oportunidades regresan. Pero los cuentos de hadas, está probado, no existen.
La ópera prima de Pablo D’Alo Abba y Cristián Harbaruk, el premiado documental Vienen por el oro, vienen por todo, retrata la odisea colectiva que emprendió la comunidad de Esquel a partir de la propuesta de la empresa Meridian Gold de crear una gran mina a cielo abierto en medio de las montañas, para explotar una veta de oro. El proyecto dividió a la gente de Esquel entre quienes apoyaban el proyecto (impulsado desde el estado provincial) como una necesaria fuente de trabajo, y quienes lo rechazaban, a sabiendas de las innumerables contras que, apenas escarbando un poco, empezaban a aparecer. Es que para abrir una mina de esa clase es necesario hacer desaparecer (literalmente) la mitad de una montaña, utilizando grandes cantidades de explosivos. Uno de los ingenieros a cargo del proyecto le explica a un grupo de vecinos (y a las cámaras) que para obtener 10 gramos de oro es necesario volar una tonelada de roca. Apenas 10 gramos, que luego se separan de la piedra utilizando millones de litros de agua y cianuro. El impacto ambiental de semejante combo no sólo afectaría al paisaje y las especies sino también, tarde o temprano, a la buena salud de la población de Esquel.
Lo interesante de Vienen por el oro, vienen por todo, es la eficiencia con que los directores explican de manera didáctica que las compañías extranjeras se benefician con una ley de minería promulgada en tiempos del menemismo. Mientras tanto, retratan el proceso de lucha de un grupo de vecinos que se oponen firmemente a la mina, sin olvidar en ningún momento los atendibles argumentos de la otra parte. Para una familia de desocupados crónicos, ¿qué diferencia hay entre morirse lentamente de hambre o lentamente envenenados? Lo curioso es que el grupo de gente que apoyaba la llegada de la mina era de una heterogeneidad social llamativa, ya que reunía a personas de clase media alta (aquellos que de uno u otro modo se beneficiarían con el emprendimiento) y la masa de desocupados o subocupados, cuya situación reclamaba una solución urgente.
En la polaridad de ese grupo es donde se volvía evidente que los problemas de fondo en Esquel eran otros, y que nada tenían que ver con la tramposa oportunidad de la minería a cielo abierto. Problemas que debían ser resueltos y que D’Alo Abba y Harbaruk han sabido expresar con claridad en el relato que hilvanan. Tanto como el corte transversal que realizan para retratar el conflicto social y el seguimiento de una resolución ejemplarmente democrática. Sin mayores trastornos y mediante un plebiscito popular, el proyecto fue al fin rechazado por el 82% de los votantes y Esquel todavía disfruta del perfil virgen de sus montañas. Aun así, las oficinas de Meridian Gold nunca abandonaron la ciudad. ¿Será que para los buitres lo último que se pierde también es la esperanza?
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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