El nuevo trabajo de la dupla constituida por los directores Mariano Cohn y Gastón Duprat (aunque virtualmente se trate de un trío: todas sus películas de ficción han sido escritas por Andrés Duprat, hermano de Gastón), Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, igual que las dos anteriores -El artista (2008) y El hombre de al lado (2009)- trae nuevamente mucha sal en los bolsillos y tela para cortar. En sus trabajos anteriores, Cohn y Duprat presentaron algunos tópicos interesantes que no pasaron inadvertidos, y su tercera ficción renueva esa costumbre. Si en El Artista se planteaba el problema de los límites del arte y los artistas, y en El hombre de al lado las preguntas eran sobre todo materia social, en su nuevo film insisten con un juego entre creación, creador y criatura, que no parece inocente. Una de las discusiones potenciales es ética tanto como estética, y puede resumirse sencillamente: qué responsabilidad tienen un escritor, un pintor o, para el caso, un director de cine sobre sus personajes. ¿Son responsables de las circunstancias que atravesarán sus criaturas una vez liberadas a esos mundos de papel o celuloide? ¿Hasta dónde pueden permitirse intervenir en los hechos que vivirán o el modo en que van a hacerlo?
Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo comienza en un lugar y quizá una época remota, con la historia de un mercader que es alcanzado y muerto por un rayo en el desierto. Por milagro, y refutando las leyes meteorológicas que indican que jamás un rayo cae dos veces en el mismo punto, el hombre es revivido por otra descarga. Igual que ocurría con Christopher Walken en La zona muerta, ese ir hacia la luz y volver le dejará un don. Pero lejos de Cronemberg, este hombre entre perverso y juguetón (como un chico), no vivirá ese poder como un castigo ni lo usará con prudencia, sino para divertirse de manera anónima a costa de otros (la vieja diferencia entre “reírse de” o “reírse con”).
Hay quienes creen que el trabajo del artista es el de mero amanuense, un médium, la herramienta indispensable para que las historias pasen del limbo a la materia -un mal necesario-, y que mientras menos se note su presencia más perfecta será la obra. Enfrente están los que creen que es un demiurgo omnipotente, entre cuyas prerrogativas se encuentra la de poder tener a sus personajes para el cachetazo, sólo por el capricho de contar una historia a gusto. Aquí se ubica el beduino revivido y también los directores. Como se les criticó a los hermanos Cohen más de una vez, o a ellos mismos en El hombre de al lado, estos otros hermanos (los Cohn-Duprat), usarán a su personaje para dar con otro, Ernesto, el protagonista de Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, y por su intermedio manipularlo y demolerlo no con uno, sino con varios destinos crueles. Ernesto es un hombre aplastado por más de 60 años de una vida rica en frustraciones, a la que los directores, a través de un narrador -Alberto Laiseca, actuando magistralmente de sí mismo-, se permiten calificar de mediocre. Que es cierto: tal vez su vida y Ernesto mismo sean mediocres pero que, también tal vez, sea una conclusión a la que el espectador podría llegar por sí mismo. Claro que la calificación abierta de mediocridad permite un desborde de humor negro y áspero al respecto y aquí es donde se sospecha el abuso. Como si el juego fuera maltratarlo. Aquel beduino del comienzo encuentra a Ernesto en su pueblo y le propone regresar en el tiempo, a la fecha que él desee, para volver a vivir 10 años de su vida de la manera que mejor le parezca. En ese lapso, en la actualidad apenas se demorará lo que tarde en ir a comprar cigarros al kiosco (de ahí el título). A cambio recibirá un millón de dólares. Ernesto volverá a distintos pasados, siempre dando muestras de ineptitud, cobardía y otros defectos. Pero lejos de no tener salida, pareciera que fueran los propios directores quienes se las escondieran con malicia, sólo para disfrutar con sus derrotas: es una burla y no una crítica a la mediocridad.
Cohn y Duprat se suben al vértice de una pirámide de depredadores, dedicándose a ver y disfrutar de la paja en el ojo ajeno. Debajo de ellos viene el narrador, que no duda en reírse de la mediocridad de Ernesto pero también del beduino, quienes con poder en sus manos, también ellos sólo atinan a maltratar a los demás. El resucitado abusará de Ernesto y este, de todos aquellos a quienes crea que han colaborado en el pasado para castigarlo con un presente infeliz. El resultado es una comedia efectiva pero amarga (amarguísima), en la que los directores vuelven a lucirse sacando a actores como Emilio Disi y Darío Lopilato (que interpretan a Ernesto en diferentes etapas de su vida) de sus estereotipos televisivos, para redondear interpretaciones muy interesantes. Mención aparte para las conocidas dotes histriónicas de don Alberto Laiseca, que con su tono entre rural y sádico, consigue contar con gracia las crueldades más arbitrarias.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y espectáculo de Página/12.
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