viernes, 13 de mayo de 2011

LIBROS - Tres luces (Foster), de Claire Keegan: Seducir para anular cualquier defensa


En el universo de la literatura, cada tanto ocurre que algunos nombres vienen en secreto, abrigados entre susurros que los multiplican empujándolos de un oído a otro, para que su promesa permanezca ahí a buen resguardo, hasta que el destino les permita habitar un montón de páginas que al fin nos sea dado leer. Entre esos nombres que llegan desde lejos, montado en una cadena de alientos, está el de la irlandesa Claire Keegan. De ella acaba de publicarse la novela Tres luces, que será prueba suficiente para quienes esperaban que el sonido de su nombre encarnara en un libro; para comprobar cuán maravilloso puede ser el arte de las letras, cuando hay un artesano eficiente al otro lado del papel.
Tres luces cuenta una historia ambientada en Irlanda, pero que el imaginario de quien lea la novela enseguida trasladará a un entorno mucho más cercano y reconocible, mucho más personal. Ahí hay una clave: ante nuestros ojos, lo local deviene universal sin que sepamos en qué momento el conejo entró y salió de la galera. Será porque, como ocurre con los buenos libros, la historia de la nena que va a parar a casa de una pareja de amigos de sus padres, que viven solos en un pueblito vecino al de su familia, en la campiña rural irlandesa, hasta que su madre dé a luz a una nueva hermanita, está recorrido internamente por una cantidad de líneas que van enriqueciendo, reorientando y resignificando el relato. Pronto queda claro que se cuenta mucho más que lo anecdótico.
Keegan es capaz de crear escenas sumamente vívidas y poderosas del único modo posible, a partir de un manejo del lenguaje que, sin resignar riqueza ni poética, se hace fuerte en la sencillez. “Hundo el cucharón y me lo llevo a los labios. Esta agua está fría y limpia como ninguna otra que haya probado antes: tiene el gusto de mi padre yéndose, de él nunca habiendo venido, de no tener nada después de que él se fuera.[…] Bebo seis medidas de agua y deseo que, por ahora, este lugar sin vergüenza o secretos pueda ser mi casa”. Aquella niña acostumbrada a vivir en el permanente amontonamiento de una familia numerosa, descubre que en la soledad de un hogar transitorio, apenas habitado por el señor Kinsella y su mujer, por primera vez se siente acompañada. Algo se rompe y desde allí Keegan habla de deseos y de dolor, y sobre todo de la íntima ligazón que en ocasiones une a estos dos parientes no tan lejanos. “Kinsella me lleva de la mano. Apenas me la agarra, me doy cuenta de que mi padre jamás me agarró de la mano y una parte de mí quiere que Kinsella me deje ir para no sentir eso”. Keegan seduce y nos desmantela con paciencia. Cuando al fin estemos desactivados, desprovistos de toda defensa, con igual pericia asestará el golpe final.


Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

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