Ahora dicen que, con el estreno de su última película, El buen amigo gigante, basada en la novela homónima del escritor británico Roald Dahl, Steven Spielberg volvió al cine infantil. Eso dicen y aunque algo de razón tienen, también es cierto que no se trata de una verdad revelada ni mucho menos, porque desde el otro lado se puede responder que Spielberg nunca se fue a ninguna parte. Claro que dentro de su filmografía hay títulos que decididamente son para chicos, otros para adultos y que hay algunos con temas adultos pero con un tratamiento que no se olvida del público juvenil, como Caballo de guerra (2011). Pero el director ha sabido distribuir cada trabajo en el tiempo, equilibrando sus intereses de tal manera que es difícil dar por cierto que Spielberg realmente se hubiera ido de algún lugar al que ahora decidió regresar cual hijo pródigo, después de que las multitudes lo alentaran con el clásico “¡Va a volver, va a volver, Spielberg va a volver!”
De hecho apenas han pasado cinco años del estreno de Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio, basada en el popular cómic creado por el historietista belga Hergé, como para que se justifique hablar de un regreso. En cambio es posible decir con certeza que, más allá del mero carácter de adaptación, los puntos en común entre ambos trabajos no son tan evidentes. Tanto desde el género –Tintín era una película de aventuras en la línea de la saga Indiana Jones, y a El buen amigo gigante se la puede enmarcar sobre todo dentro de la fantasía– como desde la técnica (aquella estaba trabajada a partir de la animación, mientras que esta combina la acción en vivo con personajes creados con la tecnología CGI), las dos películas representaron para el director desafíos bien distintos.
Narrada con firmeza y capturando el tono clásico de la novela original (un mérito no menor), El buen amigo gigante es sin embargo una película anacrónica, construida a contramano del cine contemporáneo. Una decisión que de ninguna manera es secundaria ni debe ser tomada como una casualidad y que, en todo caso, es una de las grandes apuestas que gana la película. Ya desde su tema, un cuento de hadas hecho y derecho, Spielberg se aparta de los tópicos y las fuentes en las que abrevan los grandes blockbusters de la actualidad. Acá no hay ni robots ni superhéroes, ni una conspiración internacional ni invasores alienígenas. Simplemente una huérfana fantasiosa y amante de la lectura que vive en un orfanato londinense, y que una noche es secuestrada por un gigante que se la lleva a una tierra desconocida donde habitan los de su especie. Por supuesto, ese punto de partida derivará de manera previsible en una historia de amistad más allá de las diferencias, tema que no es ajeno a la obra de Spielberg.
La decisión del director de ambientar la historia como si transcurriera durante la primera mitad del siglo XX, aunque la novela es de 1982 y la película en realidad también parece transcurrir en esa década (o al menos eso se desprende de un gran chiste lanzado a la pasada durante una llamada telefónica a los Estados Unidos realizada por la reina de Inglaterra), está emparentada con aquella que lo movió a apartarse por completo de la hipermodernidad del cine actual. Como si Spielberg hubiera querido filmar una película que dialogara con clásicos como El mago de Oz o con esas fantasías delirantes que filmaron los ex Monthy Python Terry Jones y Terry Gillian al comienzo de sus carreras individuales. Incluso puede decirse que hay algo de ese humor excéntrico, tan inglés, que Dahl comparte con los Python y que Spielberg también ha sabido hacer propio.
Para Spielberg adaptar a un autor como Dahl, con un imaginario infantil en apariencia tan diverso del suyo, también debe haber supuesto un reto, porque sin dudas no es en un director de su estilo en el primero que se pensaría para un trabajo así. Que los últimos grandes adaptadores del escritor inglés hayan sido por ejemplo Tim Burton (Charlie y la fábrica de chocolate, 2005) o Wes Anderson (El fantástico Sr. Zorro, 2009) habla de directores preciosistas con tendencia a lo barroco, de estéticas en apariencia más inocentes o naif y deudores de influencias muy distintas de aquellas que son más reconocibles en Spielberg, que se mueve mejor en el territorio de lo fantástico que dentro de la fantasía. Por eso mismo El buen amigo gigante también representa para él la posibilidad de saldar una cuenta pendiente con ese género, al que sólo había abordado sin mayor éxito en Hook (1991, basado en Peter Pan), uno de los trabajos menos logrados de una carrera que sigue siendo admirable y disfrutable en partes iguales.
Artículo pubicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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