Aunque es uno de los autores más importantes de la literatura argentina del siglo XX, Juan José Saer sigue siendo, a poco menos de un año de cumplirse el 80 aniversario de su nacimiento, más nombrado que leído, una especie de secreto a voces. Uno de los grandes desafíos que enfrenta el año Saer que acaba de dar comienzo es el de intentar que la obra del gran escritor santafesino alcance, aunque más no sea, una modesta masividad. Que algunos de los títulos de su vasta bibliografía, como El entenado, El limonero real, Glosa, Pesquisa o Cicatrices ingresen al circuito de lecturas de tráfico cotidiano.
Pero la importancia de la obra de un autor no se mide sólo por la cantidad de libros vendidos o por un recuento de las veces en que es citado, sino que también cabe preguntarse cuál ha sido su capacidad para crear un linaje dentro del cuerpo de la literatura argentina posterior a la desaparición física de su autor. Para comprobar si existen herederos de Saer, fallecido en 2005 en París, primero sería interesante saber si existe lo saeriano y de qué elementos se compone. “Como los más grandes artistas, Saer se pregunta por el lenguaje”, dice Gustavo Fontán, tal vez el más secreto de los grandes directores del cine argentino actual y responsable de la adaptación de la novela El limonero real, de próximo estreno en el país. Para él, la pregunta “¿qué significa narrar?” se extiende a lo largo de toda la obra de Saer. Una pregunta política en tanto “se rebela a los supuestos y a los discursos cristalizados y entiende la literatura y la cultura como un campo de tensiones”. Pero Fontán cree que la idea de la cultura como algo hecho, positivo, provoca en Saer una reacción lógica: “‘Yo con esto no tengo nada que ver’. Entre esa pregunta y la construcción de su obra, Saer toma una posición: borrar los límites entre narración y poesía”, afirma.
Para Juan Terranova, escritor, periodista e intelectual siempre dispuesto a la polémica, en lo saeriano se acumula “mucho de Robbe-Grillet y del existencialismo francés”, pero también “del siglo XIX, ese ‘gran siglo de la novela’ que fue en buena medida francés con Stendhal, Balzac y Flaubert, y un poco inglés con Dickens. Y también Faulkner, bien leído y bien entendido”. Las miradas de Fontán y de Terranova respecto de lo saeriano por momentos se acercan, para enseguida tomar distancia. Ambos coinciden en marcar la importancia del lugar de origen como eje de buena parte de su obra y un punto de partida hacia lo universal. Para el director, en Saer la idea de narrar “implica la delimitación de un territorio, esa zona que conforman la ciudad de Santa Fe y las afueras, por la reiteración de personajes, por la mención a lugares que podemos identificar en el mundo real”. Y aclara: “Todo eso está sometido a otro procedimiento: lo afirmado enseguida queda desestabilizado, puesto en cuestión, abismado, ausentado. Lo afirmado es también su propia fuga. La narración entonces pone en cuestión, como lo hace la poesía, cualquier discurso cerrado sobre el mundo y restituye para lo real la conciencia del enigma”.
Terranova asume un punto de vista similar para afirmar que Saer era bueno escuchando y mirando y que sus mejores novelas “tienen algo del relato oral de su zona de influencia”, aunque considera que “en las [novelas] que no son tan mejores es donde eso se pierde”. Afirma también que como articulista Saer “fue muy malo, incluso pésimo”, que “sus lecturas críticas eran pobres” y que “no sabía nada de política, ni de estética y muy poco de filosofía”. “Repetía siempre lo mismo como un loro”, dice Terranova, que entiende a Saer como un conservador en todo sentido, “un canónico de voluntad canónica y deseo canónico, y ahí reside su fuerza”. “Si fue medianamente experimental en algunos momentos,pocos, lo hizo para generar un contraste que mostrara que sabía narrar de forma precisa las mismas historia de siempre”, concluye el escritor.
Pero aún teniendo en cuenta estos elementos, ¿bajo qué formas puede reconocerse la consolidación de una herencia que haya sido recibida por escritores contemporáneos? “Hay muchos que siguen a Saer sin tamizarlo y otros capitalizan mejor sus enseñanzas”, vuelve a reflexionar Terranova. “Copiar un escritor que te gusta no me parece mal, porque al final todos somos epígonos de alguien”, se sincera, “pero el resultado tiene que ser magnético, interesante, no empobrecedor”. Será por eso que, puesto a evaluar herederos posibles, Terranova descree que pueda pensarse en una lista larga. “Algunos de los escritores que hoy siguen a Saer no me interesan porque son aburridos”, dice, aunque eso no le impide encontrar un nombre. “Luciano Lamberti para mí es un intérprete y traductor de Saer válido y rico”, afirma. “Su libro de poemas San Francisco-Córdoba me parece vital para leer todo lo que vino después en Lamberti, que es bueno, y a veces muy bueno, pero también le impone una luz a la obra de Saer, demarcando las partes que pueden ser mejor leídas hoy”.
Más allá de la herencia literaria o del esfuerzo teórico de Ricardo Piglia por destacar el lugar de Saer en el armazón de literatura argentina del siglo XX, también resulta de interés indagar acerca de la existencia de algún autor o intelectual que en el panorama actual haya sabido releerlo para enriquecer o ampliar la entelequia de lo saeriano. “Beatriz Sarlo fue, quizás de manera involuntaria, su gran publicista de fin de siglo”, observa Terranova. “Realizó una lectura privilegiada de su obra y les hizo leer a muchos de sus alumnos a Saer por primera vez”, continúa. Pero fiel a su estilo, Terranova se despacha contra los Salieris de Saer: “Los que son insoportables son sus fanáticos. Con esos mejor no hablar. Hay muchos, la mayoría estudiantes de las grandes ciudades, que nunca pisaron una zanja o vieron un caballo”.
Desde su lugar de cineasta, Fontán reconoce la influencia saeriana en su propia obra. “Siempre me impresionó el modo en que Saer toma astillas del mundo para construir una visión y eso me permitió pensar en las construcciones del lenguaje del cine: los modos de superponer imágenes, recortar planos, la manera en que esas imágenes accionan unas sobre otras no por la continuidad narrativa, sino por la continuidad que le otorga la mirada a esos fragmentos, en principio caóticos, del mundo”. Y se permite una reflexión final sobre la prolongación de lo saeriano en el presente: “Cada uno crea/ de las astillas que recibe/ la lengua a su manera, dice Saer y por eso no creo posible pensar en la continuidad de lo saeriano por fuera de Saer. Su obra es una respuesta única, personal, a la pregunta sobre el arte de narrar. Pero su pregunta debe renovarse y debemos ser fieles a la incertidumbre que alberga”.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
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