jueves, 17 de septiembre de 2015

CINE - "Mi amiga del parque", de Ana Katz: La vida de las otras

Suele decirse que el de la crítica es un ejercicio personal, rabiosamente personal, en el que un objeto, en este caso una película, es pasado por el tamiz cultural de quien la ejerce. En virtud de esa certeza y antes de dar inicio al trabajo, es oportuno destacar que Mi amiga del parque, lo nuevo de esa gran cineasta que es Ana Katz, obliga a recordar y a poner por delante algunos detalles de esa subjetividad. A reconocer que resulta muy difícil, sino inevitable, escribir sobre la historia que cuenta y sus protagonistas desde otro lugar que no sea el del individuo que firma este texto. Que es un crítico de cine, sí, pero mucho antes de eso es un hombre. Y para un espectador –es decir: para un espectador hombre–, Mi amiga del parque puede representar una experiencia cercana al voyeurismo, a la mirada clandestina que se echa a través del ojo de una cerradura. A resbalar de golpe dentro de un universo al que la extrema proximidad vuelve aún más ajeno, para observarlo como si fuera la primera vez.
Para un hombre, la nueva película de Katz es un agujero en el suelo en el que es inevitable caer apenas uno se asoma. Un agujero como aquellos en los que caían los personajes de Los Marziano, la película anterior de la directora, en cuyo fondo es posible encontrar un país de las maravillas melancólico y peligroso, pero también tierno y con un ácido sentido del humor. Un submundo habitado por un grupo de criaturas familiares, reconocibles, que pueden ser queribles o no, pero a quienes la película registra con un grado tal de intimidad, que genera la ilusión de estar siendo testigos de una realidad habitualmente vedada a los hombres: el universo de lo femenino (o parte de él), en su esplendor y a puertas cerradas.
No es caprichoso haber elegido a la famosa novela de Lewis Carroll para definir a este opus cuatro de Katz como una historia que ocurre dentro de un pozo, porque en virtud de la preeminencia que en la industria del cine tiene el punto de vista masculino, una película tan salvajemente femenina (pero no feminista; no al menos en el sentido más combativo del término) no puede representar otra cosa que una mirada soterrada, oblicua respecto de las reglas del propio mercado cinematográfico. Y por qué no del mundo, porque en pleno siglo XXI no sólo en el cine es la mirada del hombre la que sigue marcando el pulso narrativo. Invirtiendo el paradigma habitual, en Mi amiga del parque son los hombres quienes ocupan ese lugar accesorio, de reparto, al que muchas veces se reduce lo femenino en las películas, y esta vez son ellas las que ocupan el centro del cuadro. Ellas y sus circunstancias. Ahí está Liz, una joven madre que no es soltera pero que vive su maternidad como tal, en vista de que su marido documentalista se encuentra ausente con aviso por asuntos laborales. Lo mismo puede decirse de las ambiguas hermanas R, Rosa y Renata, a quienes la película filtra a través de la mirada de Liz, sin que pueda saberse si las chicas son en verdad siniestras o víctimas de un prejuicio colectivo. O ambas cosas. Las líneas de tensión que generan sus vínculos tejen además una red emotiva que convierten a la película en una experiencia cinematográfica que se siente en todo el cuerpo. Y en ello son fundamentales los trabajos de Julieta Zylberberg como Liz, en la que todo está en carne viva, y de la propia Ana Katz en la piel de Rosa, cuya máscara dura tal vez no sea más que un mecanismo de protección.
Pero que lo masculino tenga un lugar secundario para nada implica su negación. Por el contrario, esas presencias marginales que en realidad representan ausencias, subrayan a lo masculino con todo el vigor del que es capaz el fuera de campo. No parece casual que uno de los productores de la película sea Diego Lerman, director de Refugiado, uno de los mejores films del año pasado, en el que lo masculino también era elidido, sacado de plano, para conferirle un carácter ominoso. Lejos de esa oscuridad, los dos o tres hombres que aparecen en Mi amiga del parque son retratados un poco como nenes grandes, que no terminan de comprender cabalmente la complejidad de las emociones de Liz, aunque vean pasar frente a sus ojos la evidencia de su angustia, de su pasión, de su soledad. En esa perplejidad los hombres de la película se parecen a ese otro, el espectador, que sentado frente a la pantalla se deja contar un cuento de mujeres e intuye, como si se tratara de un déjà-vu, que algo de eso alguna vez le ha pasado cerca, pero que quizá no ha tenido la perspicacia ni la paciencia para mirar con suficiente atención. Para todos esos espectadores-hombre Ana Katz representa un conejo blanco que ofrece, a quien guste aceptar la invitación, la posibilidad de echar una mirada indiscreta al seno de esa intimidad femenina de la que, en la realidad y en el mejor de los casos, apenas si perciben los reflejos.

 Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

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