sábado, 20 de abril de 2013

CINE - BAFICI 2013, Competencia Argentina días 6 y 7: El peso de las diferencias

Esta edición del Bafici sigue dando muestras en su Competencia Argentina del amplio criterio que rige el armado de su grilla. Hay películas de corte clásico y otras más riesgosas; hay comedias, dramas, thrillers; directores experimentados y jóvenes debutantes. Pero también las hay de puentes tendidos hacia el espectador y otras menos capaces de ir más allá del encierro en sí mismas. Es la distancia que separa una película como La paz, de Santiago Loza, de otra como Los tentados, de Mariano Blanco. 

Esta última intenta ser el registro de la vida cotidiana de una pareja de jóvenes que recientemente se han mudado juntos, una intimidad que paradójicamente nunca consigue incluir al espectador. Y no porque carezca de herramientas para hacerlo, al menos no de las formales: Blanco filma bien, sabe construir planos, montar sus escenas y cómo trabajar la dinámica dramática, con lo cual las dificultades vienen de otra parte. Sí hay algo que no tiene nada de sencillo a la hora de hacer cine, ese algo son los retratos íntimos, esas historias que simplemente (o eso consiguen hacer creer) se dedican a seguir a sus protagonistas en diferentes situaciones cotidianas. Para dar fe de esa dificultad pueden citarse los primeros trabajos de Lisandro Alonso, o para no irse tan lejos AB, la película de Iván Fund y Andreas Koefoed que compite en esta misma sección. Lejos de esos films, que juegan a poner en escena un universo particular para hablar de otro más universal que se encuentra disimulado entre sus pliegues, Los tentados no consigue atravesar la primera capa de pintura de sus personajes y del relato que de ellos elige hacer. Entonces sus actos se vuelven unidimensionales: cuando van a la playa es porque van a la playa; cuando salen con amigos significa que salen con amigos; y cuando cogen, apenas cogen. Esa superficialidad de sus vidas no es otra que la de la película.
La de Loza, en cambio, es una explosión cinematográfica que dispersa esquirlas en todas direcciones. Autor prolífico (filmó siete películas en los diez años que van de su debut con Extraño, ganadora de esta competencia en 2003, hasta La paz), el cordobés suele trabajar en historias donde lo emotivo y lo sensible son la piedra sobre la que esculpe su cine. Sólo que esta vez el arco llega a ser tan amplio que incluye hasta el humor, un registro que no suele estar tan presente en sus trabajos anteriores. La escena inicial es una muestra a escala de la tensión que lastra la película y que se irá espesando de a poco. La cara de Liso en primer plano es la de un joven distante, ido, como si no estuviera del todo en este mundo. Enseguida una voz en off le dice que no quiere volver a verlo por ahí y que si llega a tener pensamientos malos debe salir a caminar. El siguiente plano muestra un cuarto con dos camas, en una está sentado él y en la otra una enfermera. Ella lo despide casi como dándole una orden y la escena termina con ambos besándose en la boca desesperados. Enseguida se reúnen con los padres de Liso, que lo esperan en el patio de lo que, ahora es obvio, es una institución psiquiátrica. Liso es parte de una familia pequeño burguesa de buen pasar, entre quienes no encuentra motivos para hacer nada. En la desesperación por activarlo, sus padres le regalan una moto que él usa para pasear con su abuela. Con ellos vive una mucama boliviana con la que Liso tiene un vínculo mucho más potente que el que lo liga a sus padres. Conforme el relato avanza, Liso va quedando aislado en un mundo cada vez más ajeno.
La paz es un relato de ausencias escondidas en aquello que está presente, cuyos protagonistas, agobiados de culpas y miedos, necesitan redimirse, ser atendidos y entendidos, rasgos que comparten con otros personajes de las películas del director. A diferencia de lo que ocurre en Los tentados, donde la distancia entre el director y sus personajes es evidente, Loza ama a sus criaturas y nunca se permite abandonarlos, ni tan siquiera soltarles la mano. Su presencia como director se hace evidente en la calidez con que va construyendo el universo íntimo y cada vez más asfixiante de Liso. En ese compromiso de sentir el cine como se siente la propia carne, se encuentra la diferencia fundamental entre La paz y la película de Blanco.
Bomba, la película escrita y dirigida por Sergio Bizzio, es un claro mecanismo narrativo, condición que sin duda hereda del primer oficio del director, el de narrador y cuentista. Un chico de pueblo viene por primera vez a Buenos Aires a presentar en la Feria del Libro una novela gráfica con la que ha ganado un premio. Debido a algunos contratiempos llega sobre la hora y en su falta de roce con una ciudad monstruo decide tomar un taxi para facilitarse las cosas. Pero el auto al que sube ha sido convertido por su tenso chofer en un coche bomba que pretende hacer estallar. El 90 por ciento de la película transcurre en el auto y está casi exclusivamente construida con los diálogos y gestos, contenidos por las limitaciones del espacio, de los personajes que interpretan el Alan Daicz y Jorge Marrale. Aunque Bomba atraviesa escenas muy intensas y maneja los cambios de humor con pulso preciso, también tiene detalles que debilitan la atmósfera y la credibilidad del relato. Un ejemplo de eso es la facilidad con que el joven rehén acepta la situación límite, dialogando como un negociador experto con el potencial... ¿terrorista? A pesar de eso, y de un final que se ve venir, Bomba es un film digna y honestamente realizado.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página

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