Conocido antes por su trabajo como guionista (y novelista) que por su labor como director, Peter Hedges suele moverse muy cómodamente sobre el terreno del costumbrismo. Pero además es un especialista en retratar espacios familiares, en narrar historias infantiles o adolescentes y, sobre todo, en encontrar el punto donde el mundo adulto y el de los chicos se cruzan para generar un espacio de extrañeza, en donde es posible hacer surgir cierto realismo mágico propenso al melodrama y muy fértil en situaciones emotivas (que Hedges suele aprovechar para sacar algunas lágrimas a sus espectadores). Todo esto ocurría en su primera película como guionista, adaptando su propia novela, la ya mítica ¿A quién ama Gilbert Grape?, film que hizo famoso al pequeño Leo DiCaprio; ocurría en su debut como director en Fragmentos de Abril, con la adolescente Katie Holmes; en Un gran chico, donde fue nominado al Oscar como escritor y, por supuesto, también ocurre en La extraña vida de Timothy Green.
Si de hacer llorar se trata, Hedges no se priva de empezar su película bien ¡pum!... para abajo. Cindy y Jim Green son una pareja enamorada que vive en uno de esos pueblitos semirrurales tan encantadores de los Estados Unidos. Parecen tenerlo todo, excepto lo que más desean: un hijo. El film circula por una doble vía narrativa. En la primera de ellas, anclada en tiempo presente, la infeliz pareja le cuenta a un par de agentes del departamento de adopciones una historia, con la que intentan demostrar que no hay personas en el mundo más merecedoras que ellos para desempeñarse como padres adoptivos. La segunda vía es la escenificación de esa historia que los Green relatan durante la entrevista. En ella recorren los insólitos hechos que vivieron durante un año en el que fueron felices como nunca. Los recuerdos comienzan el día en que los Green se enteran de que sus perspectivas de ser padres biológicos son estadísticamente nulas. Sumidos en la depresión, Jim y Cindy intentarán no rendirse a las evidencias y, con una botella de buen vino a mano, se dedican esa misma noche a imaginar al hijo perfecto. De buen corazón y valiente, con vocación artística, dotes musicales y destinado a anotar el gol que defina un partido de fútbol importante. Los Green meten todos sus sueños, anotados en las hojitas de una libreta, dentro de una cajita de madera que enterrarán en la quinta que Cindy tiene en la parte trasera de la casita en el campo. Esa noche una extraña lluvia regará la finca de los Green y de esa huerta nacerá un chico, que es la forma en que nacen todos los chicos del mundo: de un repollo.
De aristas antes mágicas que fantásticas, La extraña vida de Timothy Green no es otra cosa que un cuento de hadas, en el que la presencia de ese niño (el famoso Timothy) se convertirá en una suerte de piedra filosofal, no sólo para sus padres, sino para todos los que lo conozcan. Fábula de superación, cada personaje acabará la película habiendo aprendido algo en su relación con el fabuloso chico y el mundo será al fin un lugar mejor donde criar niños. Pero de una manera un poco simplista, muy a lo Disney, de modo que aquellos que durante todo el relato han sido envidiosos, mezquinos o rencorosos lograrán, así de fácil, ser aquello que nunca han sido. Como para darle la razón a Rousseau y seguir creyendo que el hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad la que lo corrompe.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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