En El traje nuevo del Emperador, Hans Christian Andersen contaba la historia de un par de sinvergüenzas que engañaban al monarca vendiéndole un traje invisible que tenía la supuesta ventaja de poder ser visto sólo por personas inteligentes. La prenda, decían los ingeniosos estafadores, sería muy útil a un estadista, ya que le permitiría discriminar cuál de sus ministros y súdbitos eran poseedores de una capacidad mental digna de un hombre poderoso como él. En realidad el fabuloso traje no era más que un truco para aprovecharse de un rey cándido que, con tal de no pasar por tonto, aceptó pasearse por su reino en ropa interior sin que nadie, por temor a ser tomado por imbécil, se atreviera a decirle que en realidad iba desnudo. En La chica del Sur, su segundo largometraje luego del impecable Cándido López, Los campos de batalla (ambos documentales), el director José Luis García anda desnudo gran parte de la película pero, a diferencia del emperador, es lo bastante perspicaz como para notarlo y compartir con el público la sorpresa de descubrirlo. Esa desnudez, que no es física sino más bien emocional, intima y de algún modo también cinematográfica, es entonces, aunque no lo parezca, el verdadero tema de este documental.
La chica del Sur comienza con imágenes grabadas en VHS por García, durante un congreso de juventudes socialistas de todo el mundo realizado en 1989 en Pyongyang, organizado por el partido Comunista que gobierna Corea del Norte desde el final de la guerra que partiera en dos a ese país, a mediados del siglo pasado. El encuentro, al que el director asiste en lugar de un hermano, tuvo lugar poco antes de que la caída del muro de Berlín marcara la por entonces indiscutible supremacía del capitalismo. Su cámara registra las actividades de las delegaciones, que al mismo tiempo realizaban las tradicionales reivindicaciones del socialismo e ignoraban los trágicos hechos ocurridos pocas semanas antes en la plaza Tiananmen bajo un régimen comunista. Aunque el joven García aún se encuentra lejos de pensar que ese material será parte de una película, una prolija belleza revela que la mirada cinematográfica ya habitaba en él al filmar esos videos, que por entonces sólo eran el registro de su paso por Corea del Norte. El estado de esas imágenes de VHS que ya tienen casi 25 años es impecable y hacen gala de una claridad y una calidad pocas veces vista en cine.
Entonces aparece Lim Sumkyung, una muchacha de Corea del Sur que milita en una agrupación que lucha por la reunificación coreana, quien llega al norte luego de atravesar ilegalmente la frontera más militarizada del mundo. (Ver, si se quiere, Joint Security Area, del prestigioso director coreano Park Chan-wook, que desde una ficción fantástica relata los horrores que ocurrían en Panmunjon, el punto crítico de esa frontera). Su ingreso en la película es pura energía: el congreso empieza a girar en torno suyo y sus apariciones públicas pidiendo por la reunificación. Todos se enamoran de Sumkyung, incluido el joven García: la forma en que su cámara la busca es suficiente evidencia. Tanto que, a pesar de partir pocos días después hacia Buenos Aires, se obsesionará con ella por años, hasta concretar el proyecto de reencontrarla dos décadas después.
El director vuelve a Corea, esta vez al sur, de eso se trata la segunda parte.
Sin saberlo bien, García va en busca de una mujer que no es otra cosa que la idea de un pasado que tal vez no exista más que en su cabeza (o en su corazón). A partir de ahí irá montando su película frente al público, como si se tratara de un reality movie. Pero con una pericia que convierte a esos cuarenta minutos en los que corre tras una Sumkyung adulta y con pocos deseos de regresar a su juventud (y menos de exponerse ante un extraño llegado de ese país cercano al Polo Sur), en una maravillosa libreta de apuntes hecha cine.
La obsesión del director es entrevistar a Sumkyung y con eso cerrar su película. El personaje de Jeff Goldblum en Jurassic Park decía que la vida se abre paso a pesar de todo, y el cine es un organismo incontrolablemente vivo: sólo se necesita un narrador atento, dispuesto a oficiar de amanuense. Y lo inesperado ocurrirá cuando ella viaje a la Argentina para, entre otras cosas, permitir que García la entreviste. Sorpresivamente ese encuentro es puesto en escena de un modo convencional, que contrasta en su encuadre casi amateur con el rigor con que García llegó hasta ahí. Algo no está bien y cuando el director hace su primera pregunta, la película colapsa. Sumkyung, enojada por lo que considera una pregunta burda, toma las riendas de todo en una escena tan tensa como cómica, en la que parece ser ella quien dirige y García, delante de cámara, queda desnudo. Como el emperador.
A diferencia del personaje del cuento, el director se atreve a exponer su desnudez, conciente de ella, y esa escena que podría haber significado el fracaso, se convierte en el punto de giro definitivo, el clímax de una película que en sus últimos 10 minutos encuentra, donde nadie lo buscaba, un final inesperadamente bello. Como en su primera película, fue necesario que García viajara lejos, en tiempo y espacio, para que el cine encontrara una voz en él. Y de paso, tal vez, encontrarse un poco a sí mismo.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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