Uno de los rasgos distintivos de la historia es su carácter fragmentario, su parcialidad que no deja de ser significativa, como un rompecabezas siempre incompleto en donde los huecos de las piezas perdidas esconden la certeza de la forma final, pero no alcanzan a ocultar cierta intuición acerca de lo ausente. En su documental La multitud, el director Martín Oesterheld intenta abordar esa dificultad retratando dos agujeros negros de los años más oscuros de la historia nacional, las décadas de 1960 y 1970, pródigos en sombras que, paradójicamente, han producido espacios en blanco insoslayables dentro del relato nacional. Con un registro de matriz observacional, Oesterheld penetra y retrata los predios en donde tuvieron lugar dos de los proyectos más fallidos del urbanismo argentino: el complejo Ciudad Deportiva de La Boca y el Parque de la Ciudad, ambos emplazados en la relegada zona sur de Buenos Aires. Aunque fueron emprendidos por intereses y actores sociales muy diversos, los dos espacios coinciden en representar una sociedad y un tiempo pasado cuya dessgracia se reconoce en el abandono al que han sido condenados.
Arrinconada entre la opulencia de Puerto Madero, la reserva natural de Costanera Sur, el polémico polo industrial de Dock Sud y barrios condenados a la miseria, la Ciudad Deportiva representa el fracaso de la gestión de Alberto J. Armando como presidente del club Boca Juniors. Proyectado a mediados de los 60 para ser el complejo social y deportivo más moderno de su tiempo, hoy apenas se conservan las estructuras de sus edificios de concreto. La Ciudad Deportiva de La Boca es un páramo por el que no transitan más que perros y gatos, y algún pasajero ocasional lo atraviesa más como un atajo que como un visitante.
El Parque de la Ciudad nació con el nombre de Interama durante la última dictadura militar. No menos acorralado, se ubica entre Villa Soldati y Villa Lugano, muy próximo del Autódromo Municipal, el Parque Roca y la Villa 11/14, una de las más pobres y con mayor taza de crecimiento de los últimos años. Pensado como monumental parque de diversiones gobernado por una torre futurista, el Parque estaba llamado a reemplazar al decrepito Italpark, instalado en los más aristocráticos barrios del norte. Aunque llegó a estar activo, nunca funcionó más que a media máquina. El Parque de la Ciudad hoy también es un páramo en el que se amontonan juegos en ruinas y chatarra automotriz, junto con operarios y técnicos igualmente abandonados en un ciclo de obligaciones inútiles en apariencia.
Pero, ¿cuál es la multitud de La multitud? Son varias las que pueden intuirse. En primer lugar, las que nunca ocurrieron, aquellas que se esperaba asistieran a esos lugares proyectados para recibirlos. Pero también las que se aglomeran en torno a esos espacios que se mantienen vírgenes de ocupantes legítimos. O, por qué no, la de esos seres solitarios cuyos recorridos guían la película: un pescador parco, un ingeniero apesadumbrado, un muralista barrial o una pareja de inmigrantes rusos que viven, uno cada uno, en los barrios humildes que circundan ambos espacios. “La multitud, el gentío, es todo lo que la película no muestra”, afirma Martín Oesterheld, director del film y nieto del legendario Héctor, creador de El Eternauta. “Es lo que falta en estos predios, lo que esta ausente. Pero el título también habla de toda la ciudad, de una Buenos Aires ajena, de esa otra multitud invisibilizada que construye su presente urgente, la que no tiene tiempo para las ruinas.”
Las imágenes con las que comienza La multitud son incómodas en un sentido extraño. Algunos ámbitos que uno imagina ruidosos, como una obra en construcción, aparecen con un aura monástica de hombres concentrados en sus tareas de manera casi religiosa. Esa forma distante de observación que el documental propone aun en la proximidad física, subraya el carácter de víctimas mudas de esos dos monumentos a la desidia que encuentran, a través de la cámara de Oesterheld, la única forma posible de contar sus historias: el silencio. “Pienso que el silencio es una buena manera de representar al olvido”, opina el director. “En las nuevas construcciones de Puerto Madero hay una tensión visible alrededor de esta idea. El movimiento que se ve es el de la fuerza del trabajo, donde todo es nuevo y para otros. Cuando se termina la jornada laboral, cuando no queda nadie, hay en esas obras un vacío que se siente en la piel. Ese silencio es de alguna manera análogo al del tiempo detenido de las ruinas.” En esa prolongada falta de palabras, ambos espacios se deshacen sin que nadie parezca querer decir nada sobre su agonía y la película parece narrar uno de esos crímenes colectivos en donde el silencio de todos es también un pacto.
Tanto la Ciudad Deportiva como el Parque simbolizan diferentes formas de corrupción, emergentes de sistemas cuyos proyectos eran máscaras de mentiras nunca piadosas. La elección de esos dos lugares es también una forma de elipsis para hablar de otras épocas, pero partiendo de sus efectos y no de sus causas. Oesterheld confiesa: “no me interesa relacionarme nostálgicamente con el pasado, sino que trato de averiguar cual es el promedio que tienen esos recuerdos con el presente”. El cine como ética de la no intervención pensada no como un fin, ni como un juicio, sino más bien como un medio para simplemente transmitir. Aun así el cine, como el silencio, nunca es inocente. Por eso no resulta inesperado que cuando algunos de los personajes al fin hablen, generando el chispazo de la palabra, lo hagan en un idioma ajeno, incomprensible (a no ser por la trampa de los subtítulos). Como si el propio Oesterheld no hubiera encontrado otra forma de hacerlo que no sea de manera ininteligible, usando la lengua de los hermanos rusos casi como un código secreto. Ellos también añoran un imperio caído. “La multitud es una reflexión alrededor de la experiencia de nuestra ciudad, pero también es una apelación a lo emocional, al código secreto que cada uno tiene con ella. La película intenta transmitir más una experiencia que un relato y las imágenes avanzan antes por su potencial dramático que como información.”
A fuerza de montaje, el relato parece transcurrir durante un día, amaneciendo en la Ciudad Deportiva y anocheciendo en la torre de Interama. Como el Ulyses de Joyce; como El guardián entre el centeno de Salinger. Eso, de algún modo, le da a la historia un tono épico, acentuado por un gigantismo tan real (el de las obras, los edificios en construcción; las torres y los complejos industriales; la villa inmensa) como metafórico (el de los gigantes de piedra tendidos sobre el pasto del parque de diversiones). “Lo que me importa de este trabajo es su relación con el tiempo”, confirma el realizador, “en cómo estos predios fueron pensados como símbolos de un futuro que avanzaba hacia un progreso inexorable, y en cómo esa promesa está habitada al día de hoy”.
Es imposible no notar el hecho de que ambos predios llevan explícitamente el concepto de “Ciudad” en los nombres (alguno de los nombres) con los que se los conoce: la Ciudad Deportiva por un lado; el Parque de la Ciudad por el otro. Si la ciudad fue durante mucho tiempo un símbolo de civilización, en contra del desierto como expresión de lo salvaje: ¿qué representan hoy estas dos “ciudades” convertidas en desiertos? Oesterheld arriesga una respuesta. “Me interesa pensar la ciudad como una presencia, como contenedora de recuerdos y experiencias vívidas. Estos predios del sur son zonas claramente transformadas por el olvido que es capaz de amontonar personas, autos y recuerdos pero, sobre todo, de acumular la deuda impostergable que la esfera pública tiene con sus habitantes”.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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