
No sé qué le pasó al mundo, pero de un tiempo a esta parte es imposible cruzar viejas en las esquinas. Para empezar, las viejas vienen cada vez más jóvenes y cualquier sonrisa o inicio de conversación es tomado por galantería y enseguida te quieren llevar a tomar algo. Y cuando se enteran de las intenciones samaritanas, no ahorran en insultos. Además, desde que la mujer es igual al hombre, cualquier gesto de caballerosidad es tomado por el más ramplón de los chauvinismos y el abnegado caballero acaba tachado de machista.
Con lo demás no me fue mejor: si quería ayudar con el taxi a los señores con sillas de ruedas, los taxistas me tomaban por chorro y los inválidos por comedido. Y de alguno de los dos me ligaba una patada (¿adivinen de cuál?). Por otra parte, hace rato que la polenta se sirve en bolichitos de Palermo en porciones cuyo valor es inversamente proporcional a su mínimo volumen. Y el propio Ronald en persona me pidió amablemente que me retire de su casita, no bien me senté con mi amiguito callejero y todas las mamis a nuestro alrededor se abrazaron a sus carteras o directamente se fueron, tapándose la nariz y llevando sus mocosos a la rastra.
Ahora pienso que no hay caso, que la bondad no es para mí. Que se la sigan repartiendo los demás.
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Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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