
A pesar de tantas virtudes acumuladas en su haber, los avestruces tienen muy mala prensa y usualmente se las acusa de cobardes, de no ser muy afectas a la franqueza o a dar la cara, de esconderse ante el primer obstáculo y de esquivar el bulto. Yo digo: ¡nada que ver! No se esconden de nadie, más bien eligen a quién y a qué atender. Qué ver y qué no ver; qué escuchar y qué no; qué sentir y qué disentir. Y así está bien, porque lo que no se ve, no se oye y no se siente, no está ni vivo ni muerto: simplemente no está y uno puede vivir libre de todo ese ripio, de la carga de lo innecesario. Y como lo que no existe no puede asustarte, mienten los que nos llaman cobardes.
Los avestruces sacamos la cabeza de la segura reclusión de nuestro hueco cuando tenemos ganas y nos asomamos a espiar. Entonces vemos lo que necesitamos ver, oímos lo que queremos escuchar y nada se nos escapa. Es más: justo ahora, en este mismo momento, desde acá atrás, te estoy viendo. Te estoy viendo y sé lo que hacés y, sobre todo, somos muchos y sabemos dónde encontrarte.
Cobardes… ¡Pfff!
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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