Aunque está casada, Juliana llega sola hasta su nuevo destino y ahí espera a su esposo, quien antes de seguirla necesita terminar de resolver algunas cuestiones personales en la ciudad en la que vivieron hasta ahora. Eso convierte a la protagonista en una pionera, en parte de un movimiento mayor en el que enseguida se percibe la búsqueda del olvido. Pero el pasado es una carga que es muy difícil dejar atrás, sino imposible, sobre todo cuando se encuentra tan próximo que aún se lo percibe como presente. Y este reinicio marca el final de muchas cosas, incluso de algunas que la propia Juliana parece no saber que se terminaron, como su matrimonio. Pero a pesar de que en principio no puede reaccionar sino con incredulidad porque su marido ha dejado de atenderle el teléfono y de responder sus mensajes, en su interior ella sabe que hasta ahí llegaron las cosas y solo le falta aceptarlo.
A través de un dispositivo de registro naturalista, Novais Oliveira acompaña a la protagonista en su camino sin desatenderla ni dejarla nunca sola, pero también sin darle ni una escena de respiro. Salvo la secuencia inicial, en la que los protagonistas son los miembros de una cuadrilla municipal de prevención del dengue que pronto se convertirán en sus compañeros de trabajo, el resto de la película la cámara permanecerá junto a Juliana. De esa forma, sus decisiones son las guías sobre las cuales irá avanzando la narración y el director se valdrá de pequeños gestos, como un nuevo corte de pelo o el beso con un hombre, para ilustrar el proceso. Así, los giros del relato coincidirán con los que vaya dando su vida en ese largo camino que debe recorrer para llegar al hogar que menciona el título. Una expresión que, como ya se dijo, no solo remite a un espacio físico.
Pero ese viaje tiene una tercera dimensión que, al sumarse a la distancia física de la mudanza y al tiempo que le tome a ella llegar hasta su nueva vida, terminará de conferirle a la historia su volumen dramático. Una dimensión emotiva que, si bien tiene lugar en el interior de la protagonista, la cámara de Novais Oliveira consigue captar a fuerza de estarle encima. Esa interioridad, que se propone como un espacio habitado por fantasmas cuyo ectoplasma también es emocional, se expresa más en una lengua de acciones que en palabras. Poco dada a abrirse ante sus nuevos amigos, Juliana le cuenta a una de ellas que cuando era chica dejó de hablar durante tres años y que solo se permitió recuperar esa herramienta ante el temor de una pérdida. Esa relación entre el silencio, el pasado y el miedo atraviesa de punta a punta a Long Way Home, y quizá al atravesar esa barrera múltiple la protagonista logre poner en escena su propia liberación.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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