En el retrato que Mitchell realiza en su tercera película hay un cambio en el punto de vista. Mientras que en las anteriores los protagonistas eran un grupo de adolescentes, acá se trata de un hombre solo que ya pasó los 30, una diferencia notoria y no solo en términos del salto de madurez que implica el paso de la pubertad a la primera adultez. El corrimiento también abandona a ese yo colectivo en el que buscaban la seguridad que les faltaba los adolescentes de sus primeros trabajos: aquí el motor es el impulso individual y solitario de hallar un camino propio. El cambio no es menor, aunque en el protagonista todavía sobreviva cierto estado de confusión propio de las adolescencias extendidas del siglo XXI.
Under the SIlver Lake es desmesurada en su intención de convertir a Los Ángeles en un espacio infernal y su estructura remeda la obra de Dante, en la que Sam siempre encuentra un nuevo círculo al cuál caer. Teorías conspirativas, mensajes escondidos, cultos absurdos, un asesino de perros y personajes que se mueven al límite de lo real (y a veces más allá) le van dando forma a un laberinto del que no se puede salir por arriba. Una ciudad parecida a la que le tocaba recorrer al personaje de Jack Nicholson en Barrio Chino (Roman Polanski, 1974) y de hecho ambos personajes intentan resolver un misterio que los obliga a poner el cuerpo. Tampoco es muy diferente la idea de Hollywood que las dos películas ofrecen: ambas ponen en escena una mirada ácida y desencantada, aunque es cierto que en el caso de Mitchell la metáfora resulta demasiado transparente. Y eso a pesar de que su guión ha querido ocultarla bajo una capa gruesa de giros y subtramas que hacen que su película sea más pretenciosa que compleja. Aunque entretenida y desafiante, Under the Silver Lake convierte en pose todo lo que Mitchell había conseguido articular con naturalidad en su obra previa, incluso su notable pericia para articular una narración cinematográfica hipnótica.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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