jueves, 26 de noviembre de 2020

CINE - 35° Festival de Cine de Mar del Plata, días 4, 5 y 6: Un mapa de la tensión social

De manera nada casual, las últimas tres películas presentadas en la Competencia Argentina del 35° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata pueden ser vistas como un tríptico. Esa mirada integral permite darle forma a un fresco que recorre de manera amplia las tensiones que se dan entre los sectores bajos y medios de la estructura social. La culpa, el resentimiento, la indiferencia, el desprecio, la empatía, el miedo, la piedad o la impotencia son algunos de los sentimientos que es posible detectar en esta oportuna serie que conforman Las ranas, del actor y cineasta Edgardo Castro; La sangre en el ojo, de Toia Bonino; y Un crimen común, de Francisco Márquez. Pero también son algunas de las emociones que cada espectador podrá descubrir (o no) en estas tres propuestas que ofrece el festival marplatense, que este año se realiza en formato online y gratuito.

En Las ranas, su tercer largometraje como director, Castro retrata a tres mujeres durante el viaje que realizan a un penal, en donde cada una visitará a un hombre preso. Aunque el vínculo con ellos es íntimo, el título de la película –que remite a la jerga carcelaria— permite suponer que sin embargo no son ni sus novias ni sus esposas. Aún así, ellas son las encargadas de proveerlos de todo aquello que necesitan para sobrellevar el encierro. La cámara de Castro acompaña en especial a una de esas mujeres y, fiel a sus convicciones cinematográficas, el director no teme ir hasta donde sea necesario en su voluntad de retratar su vida y su mundo de la forma más fiel y cruda posible.

La película confirma que Castro es un observador agudo y sensible, entre cuyas virtudes se destacan la paciencia y la empatía. Dos valores que en el dispositivo narrativo de Las ranas constituyen la fuerza de tracción que le permitirá al espectador avanzar junto a la historia y acompañar a los personajes. Como ya había hecho en La noche (2016), su extraordinaria ópera prima, Castro parece limitarse a seguir a las protagonistas, yéndoles detrás como si fueran ellas las que están al mando, las que dirigen la película, y no él. Claro que solo se trata de una ilusión, capaz de hacerle creer al que observa que lo que se está viendo es la realidad y no un articulado mecanismo en el que el documental y la ficción se funden de forma precisa. Como ocurre con los test de percepción, es probable que lo que cada quien vea en Las ranas no sea más que una proyección de emociones personales que, en cualquier caso, completan el universo áspero y humano que Castro retrata.

Aunque comparten algunos temas y espacios, Las ranas y el documental La sangre en el ojo constituyen entidades cinematográficas casi opuestas. Al contrario del trabajo de Castro, en cuyo registro directo y simple se esconden a plena vista no pocos hallazgos formales, el de Bonino presenta una construcción deliberadamente artificiosa y compleja. Una puesta en escena escindida en la que las imágenes no se corresponden de manera estricta con el relato en off que recorre la película, sino que lo complementan. A ese dispositivo central la directora le suma distintos testimonios en primera persona, en los que son los involucrados quienes se filman a sí mismos con las cámaras de sus teléfonos celulares. Entre las secuencias más reveladoras se encuentran aquellas en las que un preso filma distintas escenas de la vida carcelaria y una mujer policía recorre las instalaciones de un centro de detención.

La voz en off es la de Leo Robles, un hombre cuyo hermano resultó muerto por la policía en un enfrentamiento ocurrido casi 20 años atrás, luego de haber sido delatado por un cómplice (historia que Bonino abordó en Orione, su ópera prima de 2018). A pesar del tiempo transcurrido, Robles sigue atado al dolor de esa pérdida. Dicha carga alimenta el deseo visceral de una venganza que espera saciar con la muerte del hombre cuya traición no solo provocó la de su hermano Ale, sino que terminó con el propio Leo preso durante 15 años. Aunque sigue vivo, Leo sabe que su destino está unido al de su hermano, porque “una celda es como un nicho” y “estar preso es la muerte en vida”. No por nada a la cárcel también se la llama tumba. Pero Leo también describe con detalle el placer que siente al entrar a robar una casa y amenazar a sus moradores, desplegando el mapa del resentimiento y el terror que provocan las diferencias de clase. Por ese camino La sangre en el ojo busca producir el milagro de la empatía, proponiendo el desafío pensar que hay más allá de lo explícito. Quien lo consiga tal vez pueda reconocer algo propio en la frustración de este hombre que, como tantos, nació con el mundo en contra.

El relato de Un crimen común se desarrolla en el terreno de la más absoluta ficción y es, en todo sentido, la más clásica de estas tres películas. Que, por si hiciera falta aclararlo, no quiere decir ni la más sencilla ni la más simple. En ella, una profesora universitaria es sorprendida durante una noche de tormenta por unos golpes desesperados en la puerta de su casa. Oculta en la oscuridad, reconoce en el visitante al hijo de su empleada doméstica, al que solo vio una vez en su vida, pero asustada decide no abrirle. A la mañana siguiente se entera por las noticias que el adolescente está desaparecido y poco después su cuerpo aparecerá en el río, asesinado por la policía.

Como ocurría con la ópera prima de Márquez, La larga Noche de Francisco Sanctis (2016, codirigida junto a Andrea Testa), Un crimen común es un tour de force que empuja a su protagonista a un dilema ético que la va demoliendo por dentro. Gran parte de que ese cuestionamiento se traslade con éxito a la platea tiene que ver con el trabajo de Elisa Carricajo en el papel principal, quien consigue expresar sin excesos el colapso emocional del personaje. Con notorios puntos de contacto con la historia que Lucrecia Martel contó en La mujer sin cabeza (2008), y claras referencias a obras literarias como El corazón delator, de Edgar Allan Poe, la película de Márquez es un relato moral en el que la culpa se alza en el centro de los miedos y prejuicios de clase. Aunque en algunos momentos su andamiaje metafórico resulta excesivo y gráfico, Un crimen común logra corporizar las fronteras (no tan) invisibles que demarcan las parcelas cada vez más estancas de las sociedades modernas.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

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