
Como si se tratara de un experimento narrativo que busca comprobar la teoría de la acción y la reacción, Honey Boy está contada a partir de dos líneas temporales a las que el montaje paralelo va cruzando con la intención de que una sirva, tal vez, para comprender lo que ocurre en la otra. Todos los elementos de la biografía pública de LaBeouf se amontonan en el extremo que retrata la vida adulta de Otis, un joven actor que acaba en rehabilitación por todo lo expuesto en el párrafo anterior. La otra línea aborda la infancia del protagonista, que vive con su padre en un humilde hotel de ruta en el que habitan los descastados de siempre: inmigrantes, prostitutas, excombatientes.
La película, dirigida por la israelí Alma Har’el (que ya había trabajado con LaBeouf en 2012, en un video clip de la banda islandesa Sigur Rós), es el registro estetizado de una serie de situaciones física y psicológicamente violentas a las que el pequeño Otis es sometido por su padre, un ex artista frustrado que arrastra distintas adicciones. El retrato de un niño que debe hacerse cargo de la inoperancia afectiva no solo de un padre que busca estar presente a pesar de sus imposibilidades, sino de una madre cuya ausencia, lejos de exculparla, la convierte en un fantasma igual de dañino. Honey Boy cuenta con el plus dramático de que es el propio LaBeouf quien interpreta al padre, confirmando que la película no es otra cosa que un tour de force con fines terapéuticos. Sus escenas finales intercalan imágenes de Otis pequeño y adulto siendo abrazado por su padre desde atrás: en ambos casos, a pesar de las sonrisas, parece llevarlo como una mochila. Por eso es imposible no ver en ella un relato autoindulgente, un mea culpa del actor que, ya grande, sigue cargando su pasado como un lastre, pero al mismo tiempo busca justificar en él los excesos del presente.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáulos de Página/12.
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