Pero con el texto ya avanzado, me sorprendí al encontrar información contradictoria en otras plataformas. Según Wikipedia.com, De Grazia no habría nacido el 14 de julio de 1920 sino nueve años más tarde, algo que enseguida confirmé en fuentes más confiables como CineNacional.com o AlternativaTeatral.com. Así las cosas, el aniversario ya no era el de un centenario. Este año en realidad se cumplen 91 años del nacimiento del actor, 31 de su muerte y, por lo tanto, el artículo de homenaje que tenía casi terminado había perdido buena parte de su relevancia periodística. Moraleja: el buen periodista siempre debe confirmar la información con más de una fuente antes de hacerla pública. Que me sirva de lección. Lo que sigue, entonces, es apenas un homenaje “porque sí” a la figura de Julio De Grazia, un actor que sin ser una estrella consiguió convertirse en inolvidable para todos los que lo hayan visto en pantalla.
Para quienes transitaron la infancia durante los ‘70 su figura representa un recuerdo feliz. No hay forma de que quienes fueron chicos en aquella época, ajenos por completo al horror que signaba una realidad que ni los adultos alcanzaban a compender, no la asocien de inmediato al papel que interpretó en la saga de películas de Los Superagentes. En ellas le dio vida al torpe y poco agraciado (en todo sentido) Agente Mojarrita, uno de los integrantes del trío protagónico. Pero a pesar de llevar las de perder en cuanto a pinta, fuerza y astucia con sus compañeros Tiburón (Ricardo Bauleo) y Delfín (Víctor Bó), sin dudas era el que más cariño recibía del público. La razón de su éxito era una sola: Mojarrita era el que los hacía reír. Es que no hay herramienta más efectiva que el humor para ganarse el corazón de alguien, da lo mismo si se trata de niños, jóvenes o adultos, hombres, mujeres o disidencias. Y si algo consiguió De Grazia en su dilatada carrera como actor es aprovechar ese permiso que el espectador le concedía para pulsar la cuerda de la risa. Pero ese no fue su único mérito.

Trabajó en más de 60 películas y en alrededor de tres decenas de series y programas de televisión. Fue parte de títulos que fueron muy populares en el momento de su estreno, como La cigarra no es un bicho (1963), film coral en el que el cineasta Daniel Tinayre reunió a uno de los elencos más espectaculares de la historia del cine argentino (Luis Sandrini, Mirtha Legrand, Amelia Bence, Pepe Cibrián, Ángel Magaña, Elsa Daniel, Malvina Pastorino, Enrique Serrano, Narciso Ibáñez Menta, entre otros). O No toquen a la nena (1976, Juan José Jusid), donde trabajó con Norma Aleandro, Pepe Soriano, María Vaner, Lautaro Murúa y los jóvenes Cecilia Roth y Julio Chávez.
Entre sus vínculos más notables se cuenta el que desarrolló con el gran cineasta argentino de esa época, Adolfo Aristarain, de quien fue uno de sus actores fetiche. A sus órdenes trabajó en las películas La parte del león (1978), Tiempo de revancha (1981), Últimos días de la víctima (1982) y La extraña (1987). La ductilidad de De Grazia le permitía asumir papeles con motivaciones de lo más disimiles y contaba con herramientas dramáticas suficientes como para asumir con igual solvencia roles que demandaban desarrollos emocionales opuestos. Esa capacidad le permitía ser igual de efectivo en un drama oscuro como Pasajeros del jardín (1982, sobre novela de Silvina Bullrich) o en una comedia costumbrista cercana a la sátira social, como Esperando la carroza (1985), ambas de Alejandro Doria.
Otro de los cineastas importantes de la época que confió en su talento más de una vez fue Fernando Ayala, bajo cuya dirección trabajó en Abierto día y noche (1981), en la icónica Plata Dulce (1982) y en El arreglo (1983). Y fue parte de los repartos de películas que provocaron gran impacto, como No habrá más penas ni olvidos (Héctor Olivera, sobre novela de Osvaldo Soriano, 1983), Tacos altos (Sergio Renán, sobre novela de Bernardo Kordón, 1985) y El hombre que ganó la razón (Alejandro Agresti, 1986).

La época dorada de los Superagentes coincidió con lo peor de la última dictadura, llegando a estrenar siete películas en los cuatro años que van de 1977 a 1980. Por este motivo muchos análisis críticos insisten en remarcar, con argumentos razonables, la posibilidad de que se tratara de un producto que desde la comedia buscaba justificar la infame tarea realizada por los grupos de tareas. El hecho de que se tratara de agentes de una agencia de parainteligencia actuando de forma violenta en contra de organizaciones criminales ridículas, justo en esa época, resulta significativo. Por supuesto que no existe una línea directa que vincule a los personajes con la legitimación de la aberrante realidad en la que se proyectaban las películas, sin embargo los puntos de contacto existen y marcarlos no deja de ser pertinente. Por otra parte, el hecho de que el director de la fundacional La gran aventura haya sido Emilio Vieyra, responsable de varios títulos claramente concebidos con el fin de glorificar la acción de los cuerpos militarizados y de “lavarle la cara” a la dictadura (debe recordarse en particular la funesta Comandos Azules, 1980), no hace más que sumar evidencias.
Lo cierto es que las de los Superagentes eran películas de aventuras realizadas con recursos técnicos y narrativos escasos, cuyos argumentos y estructura nunca se alejaban mucho de ser un remedo muy básico de las de James Bond, pero realizadas en un tono paródico bastante elemental. Ahí están las organizaciones internacionales del crimen, siempre dispuestas a cometer delitos absurdos; ahí están las armas secretas y los gadgets tecnológicos inverosímiles; también está ahí el auto tuneado, con armas escondidas por todas partes. Y, por supuesto, el coqueteo permanente con mujeres hermosas, aunque el pobre Mojarrita no fuera casi nunca el objeto de deseo, tarea que se repartían entre Tiburón, el cerebro del trío, y Delfín, el músculo. Sin embargo cuando las películas se terminaban y los chicos volvían a casa después del cine, lo que más recordaban eran las payasadas de Mojarrita, mérito exclusivo de Julio De Grazia. Aunque es posible que, más de 40 años después y con la inocencia definitivamente perdida, volver a ver aquella películas ya no resulte tan divertido.
Como suele ocurrir con muchos comediantes, el final de su vida revela en él un fondo oscuro que lo fue cubriendo todo. En la noche del 14 de mayo de 1989, pocas horas después de que se proclamara el triunfo de Carlos Menem en las elecciones presidenciales, el actor se disparó un tiro en la frente. Imposible saber si ambos hechos se encuentran ligados por la relación de causa y efecto, porque el actor no dejó ni cartas ni mensajes que explicaran los motivos que lo llevaron a tomar tan radical decisión, aunque el periodismo amarillo se encargó de abonar a esa teoría. Tras agonizar durante cuatro días en el Hospital Fernández, Julio De Grazia falleció en 18 de mayo. Más de tres décadas después lo sobreviven sus personajes y películas: se recomienda seguir recordándolo por las mejores.
Artícuo publicado en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar
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