Esta nota podría empezar copiando el párrafo más célebre de Juan Ramón Jiménez, diciendo que Eduardo Alvariza "es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón", pero sería confuso. Porque es cierto que Eduardo Alvariza no es muy alto y que su melena de un rubio oscuro que las canas se encargaron de aclarar y la barba blanca permiten afirmar sin dudas que el pelo ocupa un lugar importante en su descripción. Pero es lo que viene después lo que puede sonar raro: ¿Cómo sabe el cronista que el entrevistado es suave y blando como de algodón? ¿Lo abrazó, lo acarició, lo tocó? ¿Dónde lo tocó y por qué? ¿Quién es Eduardo Alvariza? Por lo pronto algo es seguro: no se trata de un burro.
Prácticamente desconocido de este lado del río, Alvariza tiene una carrera como periodista cultural de más de 30 años en su país, Uruguay, y una obra literaria que incluye unos cuantos libros que, vaya a saber por qué, nunca se editaron por acá. Cultor de un humor ácido, oscuro, siempre al límite de lo escabroso, muchas veces escatológico, los textos literarios de Alvariza van de un coqueteo con la serie negra que se parece demasiado a la sátira, a una prosa que trafica con sutileza una poesía que no necesita alejarse de lo urbano ni de lo masculino para ser delicada. Algunos de los microrelatos incluidos en su libro Mecanismo a válvula (ver recuadro) son una buena muestra de lo dicho. Textos que haciendo equilibrio entre el realismo y la pesadilla dan cuenta de una realidad anfibia fatalmente inasible. Sus cuentos, aun los más breves (sobre todo esos), someten a lo real a contorciones impredecibles para tratar de tener un mapa lo más completo posible, del mismo modo en que un químico deconstruye la materia en sus elementos esenciales sólo para entederla mejor.
Como periodista cultural Alvariza no es menos brillante y Desde el altillo, una antología de sus trabajos publicados en el semanario Búsqueda, donde trabaja hace más de 25 años, lo ilustran con detalle. Sus críticas de cine, por ejemplo, se alejan lo más posible del púlpito desde donde algunos pretenden dar iluminados sermones. Al contrario de eso, las suyas se parecen más a esas charlas de café entre amigos después de ver una película, aunque formalmente cumplen perfectamente con los objetivos de la buena crítica. Pero Alvariza disimula con inteligencia el análisis del objeto hasta hacerle creer al lector que eso no es lo principal, que lo que de verdad importa es ese diálogo que él se encarga de comenzar y dejar abierto. Apodado El Chueco por las pronunciadas parábolas opuestas que trazan sus piernas, Eduardo Alvariza es entonces escritor y periodista cultural, dos oficios a los que la tecnología digital tiene a mal traer. “El periodismo cultural en Uruguay, como en casi todo el mundo, ocupa las últimas páginas de las publicaciones en papel, que cada vez son menos”, dice Alvariza, “pero todavía hay lectores que empiezan por ahí. La crítica de una película, la reseña de un jazzero muerto o el comentario de un nuevo libro siempre interesaron a poca gente. Lo bueno es que cada tanto la poca gente que te lee, que muchas veces son amigos, encuentra interés en lo que vos escribís, o se divierte. Con eso me alcanza”, confiesa sin rastros de resignación.
-Es notorio el uso de humor en muchos de tus cuentos y textos periodísticos. ¿Qué es lo que hace que el humor se vuelva recurrente en tu trabajo?
-El humor es una forma de estar parado frente al mundo, una postura existencial. La mayoría de las veces es involuntario, sale sencillamente porque ves así las cosas. Para todos los órdenes de la vida prefiero alguien que ve las cosas con humor. Que alguien te haga reír es una bendición: reír hasta las lágrimas es algo que puede superar al orgasmo, nuestra máxima expresión de descarga si hablamos de fluídos corporales. En cuanto al humor como mecanismo narrativo, es uno de los pocos bastiones que quedan para combatir la corrección política, el deber ser, que es una de las peores lacras en cuanto a visión de las cosas. En mi sociedad totalitaria, a todos los sujetos que persiguen la corrección política los medicaría, y si no mejoran, los ejecutaría. Detrás de cualquier humorista hay un pesimista: es una buena combinación y quizás esté bien rumbeada. La verdad, por lo general, es fea y necesita el desorden del humor.
-Otro elemento que se detecta en tus textos es cierto tono melancólico que para los que miramos hacia Uruguay de manera fraternal desde Buenos Aires, se nos aparece como un elemento característico de lo uruguayo.
-Desde que se instaló la República Oriental del Uruguay se instaló la melancolía. En la escuela nos enseñaron que nuestra nacionalidad era la “oriental”. Eso que designa un punto geográfico termina siendo más que una boludez, un signo de demencia para un funcionario de aduanas, al que le tenés que decir que sos “uruguayo” y no “oriental”, como nos enseñaron las maestras. Pero ser un asiático en Latinoamérica, en un país tan pequeño que habla español y depende de las economías de Argentina y Brasil, es para morirse de tristeza. Nuestros grandes exponentes de la literatura y de la pintura son casi todos melancólicos, como Onetti y Torres García. Lo que sucede es que la melancolía está a un pasito del bajón. Digo a un pasito porque si la melancolía se expresa como música bien ejecutada, es sublime. Cuando la narrativa de las palabras o de las imágenes tiene una dosis de música bien afinada, como en Onetti, en Torres García o en Pablo Stoll, para poner un ejemplo de cine actual y bien uruguayo, es superior. Pero cuando no la tiene, como en Benedetti, es un bajón liso y llano, una queja.
-¿Pero como escritor te sentís parte de cierta corriente de la literatura uruguaya?
-Supongo que mis libros representan a la cultura uruguaya porque no fueron escritos ni en Finlandia ni en Vietnam. Tengan o no que ver con una ola de nacionalidad más o menos reconocible o con un movimiento o una generación, fueron escritos bajo las coordenadas de un país y de una cultura determinadas. Eso sí: veo que buena parte de la literatura actual uruguaya ha quedado marcada por la dictadura, los tupamaros y los desaparecidos. Nada de eso tiene que ver con mi narrativa. En ese sentido soy un chino en Uruguay. Al final, las maestras tenían razón.
-¿De qué manera pensás la crítica de cine y cuál creés que es la función que esta debería cumplir?
-Creo que la crítica debe informar y dar un juicio de valor fundamentado, pero luego de eso está bueno tener una total libertad para ejercer el oficio. Me gusta provocar, si es posible, un gusto en el espectador, una inquietud para ver o no la película, pero desisto del análisis como método con pasos determinados, me resulta muy frío. Prefiero escribir a partir de una película que de la película en sí, aunque sin salirme de las reglas que plantea la película
-Así como la música aparece como un elemento fundamental en tus libros, ¿Qué elementos de la música creés que no deberían ser ajenos a ningún escritor?
-Kerouac quería escribir como si tocara jazz, o más abstracto aún: be bop. Es una buena apuesta, aunque el listón está bastante alto. La escritura tiene cadencia, ritmo, contrapuntos y fugas, como la música. Pero lograrlo es para los buenos en serio. Más allá de la anécdota y de los personajes, más allá de las imágenes, la literatura produce sonido mental, que tiene que ver con el estilo. No creo que los escritores elijan conscientemente qué música tocar cuando escriben, pero algunos suenan originales, otros más o menos, otros suenan a lo mismo, algunos muy agudos, otros abusan del bombo o las cuerdas dulzonas y así. De los grandes escritores musicales te diría que en el podio está Gao Xingjian, el chino Premio Nobel (“El libro de un hombre solo”, “La montaña del alma”). Un capo, vos lo leés y más allá de la comprensión sentís una cadencia brutal en su escritura, navegás con él. Y de los cineastas musicales, Fellini y Bresson entre los más grandes, detrás de Tarkovski. Música y poesía son lo mismo: imágenes poderosas, plenas de sugerencia y que no tienen por qué encerrar un significado puntual, concreto.
-Recorrer tus libros es recorrer también una vasta red de conexiones, de excusas que motorizan la escritura. Entonces pareciera que da lo mismo el periodismo que la literatura, la prosa que la prosa poética, novela que cuento, la crítica de cine que el diario personal, la realidad que la ficción e, incluso, la realidad ficcionada. Que todo es un impulso para escribir.
-Lo ideal sería escribir una poética lista de la compra para el supermercado o una receta de cocina con swing. Pero existe la funcionalidad, que es un deber en las sociedades organizadas, con excepción de los poetas, que escriben para ellos y andan por la vida siendo huérfanos con una carpeta de imágenes bajo el brazo. De todos modos, si los buenos escritores tiene algo para decir, lo dicen en el formato que sea: una carta, un discurso, una instrucción de uso e incluso una caja negra, donde la desesperación está al límite. Creo igual que podría vivir sin escribir con el sucedáneo de leer siempre, aunque me temo que marcaría algún apunte al margen de la página.
Algunos cuentos del Chueco Alvariza.
Pueblo muerto
El humo que fue capaz de permanecer
durante días resaltaba en el horizonte como una nube baja a cuadras de
distancia a pesar del viento, acariciando con una curiosa perseverancia
los cadáveres tendidos en las calles sin ningún orden, sin ninguna
razón, sin ningún testigo con excepción de la anciana que aguardaba en
una ventana alta abierta, la única de la cuadra, y luego de horas de
mutismo y sentada en una silla de tres patas dijo a las autoridades que
investigaban el caso ser la responsable de haber cocinado una vieja
receta de su abuela, una pócima que siempre se advirtió en su familia
que nunca debía ser cocinada, un mito, una superchería, cuentos para
hacer dormir a los niños, algo que carecía de toda lógica, fíjense si
por juntar el hígado de una huérfana hemofílica y un cura recién muerto,
hojas de palmera de latitud universal, tréboles que despiertan al
mediodía y ajo a discreción, es posible que suceda lo que sucedió.
Mecanismo a válvula I
En un corredor que conduce a una escalera de incendios está por cometerse un asesinato, pero inmediatamente antes se cuesntiona el escenario, los personajes, las palabras y al final todo queda en nada.
Mecanismo a válvula XI
Brevedad discute el procedimiento con Moderación.
-Entramos, rompemos todo y nos vamos.
-Tranquilidad.
-Tiene que ser rápido.
-Pero no a lo loco.
-Ahora.
-Esperá un poco.
Conclusión: Brevedad entra rígido y Moderación inseguro, y ambos son alcanzados por el fuego de la Policía. Brevedad con una bala en el cerebro agoniza meses y sueña que el tiempo es un cajero automático con una tarjeta trancada, en tanto Moderación, con una bala en la médula y diez minutos de vida por delante, viaja por el eterno retorno de un chat adolescente.
Versión ampliada del artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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