El cine es siempre una manera de ver el mundo, y para quien lo hace, de representarlo. Hay quien sólo es capaz de pensar la realidad desde la superficie, como parado encima de una cascara siempre vacía; pero también hay otros para quienes es imposible no comenzar a rascar con curiosidad esa costra de realidad, penetrándola con uñas y dedos hasta por fin caer dentro. En ambos casos el destino siempre es el mismo, apenas una mirada convertida en relato proyectado sobre una pantalla. Las primeras conseguirán no pocas veces vender muchas entradas; las otras en cambio deberán contentarse con la posibilidad de conmover a quienes se atrevan a meterse por ese agujerito abierto sobre la piel de lo real (que no son tantos). Gustavo Fontán es un experto cavador de agujeros como esos. Tales ocupaciones le han permitido desarrollar una poderosa mirada del mundo y su maravilloso don de cineasta, la gracia de contarlo todo a través de sus películas. La casa, que es la última de ellas, viene a cerrar el Ciclo de la Casa, una trilogía que integra junto con El árbol, estrenada en 2006 con sus propios padres como protagonistas y su casa como escenario; y Elegía de Abril, de 2010, donde nuevamente su madre, su tío y su hijo intentaban ponerle el cuerpo a una historia de familia. La casa paterna volvía a prestar entonces su servicio escenográfico, para convertirse finalmente, en esta última película, en protagonista absoluta. La casa es, entre otras cosas, una suerte de relato autobiográfico de aquella casa del barrio de Banfield, que ineludiblemente remite a la historia de los Fontán.
“Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando día a día”. Con esas palabras comienza La casa, pero no la película de Fontán, sino la novela de Manuel Mujica Láinez. Más allá de la homonimia, es mucho más lo que comparten ambas obras, aunque también es mucho lo que las separa. En la novela del gran Manucho es la propia casa la que, a poco de comenzados los trabajos de su demolición, comienza a contar la historia de lo que ocurrió en su interior, una historia familiar. Uno de los hombres que la poseyeron se llama Gustavo. Esa misma breve e incompleta sinopsis vale para comenzar a hablar de la película en la que una casa cuenta su vida pero no con palabras, como la otra. O no con palabras nada más, sino con imágenes y sonidos. Pero no puede pensarse esta película, cierre de un ciclo, sin empezar por el comienzo, como no puede enrollarse un hilo correctamente si no es por uno de sus extremos. “Cuando empezamos a pensar en El árbol nos hacíamos una pregunta: ¿Qué pasa si filmamos a algunas personas durante un tiempo prolongado? Era la intuición de algo que podríamos llamar ‘programa de trabajo’. Después, durante la realización de El árbol releí a Juan L. Ortiz, y esa idea de Ortiz, esa convicción de que lo que tiene frente a sus ojos es inagotable, terminó de redondear la idea de las tres películas: íbamos a mirar ese espacio y a esos personajes una vez, y otra, y otra, con la intención de descubrir algo distinto en cada película.”
No es casual entonces que esta película cuyo relato comienza, como la novela de Mujica Láinez, con el retrato de los días finales de una casa, con la desocupación de sus espacios y su desmantela- miento, tenga el color de lo íntimo. Es la casa misma la que se ofrece y se deja ver abierta, como la autopsia de aquel cuadro de Rembrandt (otra referencia importante, porque el cine de Fontán no es otra cosa que, desde lo fotográfico, un constante juego con la luz). Esa conciencia de estar contando un final también forma parte de aquel plan de trabajo planteado por el director y entonces el relato adquiere un sentido de balance, de examen de conciencia. “Todo lo que contiene La casa está atravesado por la idea de ciclo. Para nosotros era una toma de posición, la conciencia de que había algo que se cerraba, y al cerrarse, ese estado de fin de ciclo es un presente que contiene retazos del pasado”, afirma Fontán.
Al avanzar sobre el desmembramiento, como el delirio de una agonía lenta y tal vez dolorosa (pero nunca sufriente), el relato se vuelve onírico. La casa es vaciada de gente pero no de sus fantasmas y aunque ellos parezcan remitir a la muerte, aquí es cuando la película parece cobrar más vida: una fiesta de cumpleaños. “En El árbol hay personajes; en Elegía de abril están los personajes y también está su fuga. Pero en La casa sólo están sus huellas. Entonces lo fantasmagórico tiene que ver con la tensión entre lo que está y lo que se fuga, y tiene que ver también con esos retazos de vida que persisten en un espacio.”
En su tramo final de La casa remite a lo monstruoso. Pero mientras la intromisión de las topadoras acaban con todo aquello que había de íntimo en la crónica de esta muerte anunciada, también es posible intentar una lectura casi religiosa. No es difícil luego de la escena de la fiesta familiar, suerte de última cena, ver en este atropello del exterior, del mundo moderno violando el cenáculo familiar, un reflejo de la pasión cristiana. Pero libre de toda culpa y cargo, se trata de una pasión que define la forma en que el director se para frente a su objeto. “No hay arte sin toma de posición, y esa posición es siempre, creo, algo del orden de la ética. Esto te lleva a definirte por ejemplo en relación al otro, entre otras cosas. ¿Cuál es el vínculo que un relato construye con el otro? ¿Qué concepto del otro tenemos? Por desgracia la televisión y cierto cine transformaron a la imagen en territorio de lo visible: lo que se ve es lo que es, y no hay más. Y esto va en menoscabo del espectador como sujeto porque nunca lo que se ve es todo lo que es. La imagen es territorio de lo visible y de lo invisible. Completar el resto debe ser siempre tarea del espectador.”
La película se permite un cierre con espíritu de Moebius, con un bellísimo plano secuencia que sube por sobre los escombros de la casa, para quedarse un largo rato contemplando la copa de un árbol enorme. Así el Ciclo de la Casa termina como comienza: con un árbol, símbolo inequívoco de vida que persiste y, para cerrar lo anterior, hasta de resurrección. “Fin de ciclo también era para nosotros comienzo de otra cosa: el árbol del plano final es una puerta abierta. Entonces es acertado pensar que también el lenguaje se forma con retazos de lenguajes anteriores y susurra con todas las astillas que tiene a mano. Porque fondo y forma son una sola cosa.” Él lo sabe: la vida es volver a empezar sobre ruinas de imperios anteriores. Y sobre esos restos Fontán -que se encuentra terminando de rodar El rostro, su próxima película, y afilando su adaptación de El limonero real, la novela de Juan José Saer- seguirá construyendo cine.
Y el cine, agradecido.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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