jueves, 1 de noviembre de 2012
CINE - Porfirio, de Alejandro Landes: Las dificultades de actuar la realidad
En una entrevista posterior al estreno de La mujer sin cabeza, su tercera y hasta ahora última película, Lucrecia Martel afirmaba que el cine es un arte pequeñoburgués (un lujo fue la palabra utilizada por ella) que no amerita que nadie trabaje gratis ni sea maltratado. Comenzar con esta cita una crítica sobre Porfirio, película del colombiano Alejandro Landes incluida el año pasado en la Competencia Latinoamericana del Festival de Mar del Plata, es dar de lleno en el centro más controvertido de un relato tan rico como digno de discutirse. Si bien la afirmación de Martel refiere a los miembros de un equipo de rodaje, incluyendo a los actores, sin dudas es posible extenderla para abarcar a una película en todas sus etapas: el cine no tiene derecho a abusar de nadie, tanto se trate de personas como de personajes. Y si una sensación puede llegar a aparecer en algunos pasajes de Porfirio, entre las muchas que su historia es capaz de provocar, es que hay momentos, contados pero evidentes, en los que el director se permite una sordidez impostada que no le hacen honor a una historia con méritos suficientes como para darse el lujo (aquella palabra exacta) del efectismo.
La complejidad de esta película no sólo involucra la dureza de su historia, sino también el tipo de registro elegido por Landes para realizar el relato. Porfirio navega las agitadas aguas donde se cruzan el documental y la ficción y está compuesta de equilibradas dosis de ambos. Porfirio Ramírez es un hombre al final de la mediana edad que ha quedado inválido al recibir accidentalmente una bala policial durante un falso (o al menos inapropiado) allanamiento en casa de su hermano, aunque esto no lo cuenta la película. Mientras espera con paciencia que avance el juicio que inició contra el Estado, para que éste se haga cargo de su situación, Porfirio sobrevive y sobrelleva su condición con un heroísmo construido de lo cotidiano. Gana unos pesos alquilando su celular como si se tratara de un teléfono público; se baña ayudado por su hijo; hace el amor con una mujer más joven con la que mantiene una tierna relación. Y espera. Aunque la historia que cuenta Landes es real y cada protagonista se interpreta a sí mismo, no se trata de un documental, sino de una reconstrucción ficcionalizada de la vida de Porfirio Ramírez luego de su tragedia personal. Con lo cual todo aquello que se muestra no corresponde al registro directo de la realidad, sino que se trata de una representación de ella que responde a los giros que le ordena un guión. El detalle no es menor e ignorarlo puede llevar a confusión.
Desde una delicadeza visual que deviene construcción poética, Porfirio asume y sostiene la decisión de contar la historia con una cámara que mira el mundo desde la altura en que lo ve este hombre en silla de ruedas. La misma altura de un niño: no son pocos los puntos de contacto entre un hombre postrado y un nene, desde su necesidad de ser asistido en lo más básico, hasta los sueños que el propio protagonista narra y que de a poco lo acercan a un final amargo. A pesar de planos, escenas y secuencias de innegable belleza, Landes acaba por confundir la miseria con lo miserable, y se permite llevar su retrato de Porfirio Ramírez a extremos a los que no era necesario llegar. No se trata de escandalizarse por aquello que películas de Lars von Trier (Los idiotas) o José Campusano (Vikingo), por dar ejemplos contrapuestos y recientes, ya demostraron que puede ser justificadamente incluido en un relato. Se trata de que no todo relato amerita los mismos recursos y de que los personajes en la pantalla merecen el mismo respeto que las personas en las butacas. Manipular a ambos sólo para obtener un efecto narrativo es un lujo tan evidente como discutible. A veces dos escenas (o sólo una) consiguen poner en cuestión los méritos de una película entera. Esta es una.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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