Existe una teoría muy extendida, que supone que muchos de los oficios que eligen las personas no son sino sublimaciones de otra cosa, una máscara para ocultar la frustración de un deseo imposible. Para quienes creen en ella, los críticos de cine son directores fracasados; los periodistas deportivos, futbolistas patadura rechazados por todos los clubes; y las mujeres policía son ese hijo varón que nunca vino, que encuentran en ese oficio la única forma de tener, por una vez en a vida, una pistola propia entre sus manos. Tal vez la teoría sea por completo falsa, o quizá sea cierta a medias o sólo en algunos casos. Es que muchas veces la vocación tiene caminos que la razón desconoce y la felicidad puede encontrarse, como tantas otras cosas, en el cajón de los objetos perdidos.
Lo cierto es que hay muchas profesiones y oficios que despiertan la inmediata curiosidad de saber cómo alguien llegó a elegirlos como propios. Eso es lo que pasa con Jorge Herralde, editor literario y fundador hace más de 40 años de Anagrama, una de las editoriales independientes más prestigiosas de Hispanoamérica. Porque si bien es sencillo imaginar a un chico soñando con ser escritor, con el oficio de editor es mucho más difícil imaginar chicos soñando. “De entrada no se sueña con eso, al principio se es lector. Y se es lector voraz”, dice el propio Herralde, quien pasó fugazmente por Buenos Aires hace algunas semanas. “Primero uno es un lector indiscriminado, pero luego vas descubriendo tus vetas de lecturas preferidas. Después sí, en todo caso, se sueña con ser autor y recién en un periodo posterior uno llega a pensar en ser editor”, confiesa el hombre, sin que eso niegue la pasión, el amor y el placer que encuentra en el oficio elegido. “Ser editor, como yo entiendo a un editor literario, es alguien a quien le gusta transmitir sus entusiasmos, y organizar un catálogo coherente y conforme a dichos entusiasmos.” Mientras habla, aunque sus modales y sus gestos son apacibles, sus ojos traducen brutalmente ese entusiasmo a un lenguaje vital, donde las palabras sobran, porque nunca alcanzan. Su mirada, entonces, dice más y lo dice mejor.
-Desde ser lector hasta llegar a editor, atravesando todas esas etapas intermedias, ¿ha tenido que resignar algo en el camino? -No, porque en realidad la vocación de lector la sigo manteniendo y potenciando con mi actividad de editor. Y aunque en mi lejana juventud perpetré algunos cuentos y poemas o algún esbozo de novela, la actividad editorial tal como la vivo es tan intensa que no me da nostalgia ni me pienso como escritor, en tanto escritor de novelas. Aunque he escrito centenares de páginas y contratapas, correspondencia.
-Para alguien como usted, que ha conocido a tantos escritores, ¿el libro de memorias es una tentación?
-Bueno, es que, aunque no soy escritor, he publicado muchos textos en torno a mis actividades de editor y varios de ellos se han ido empaquetando en cuatro o cinco libros. Entre ellos está Por orden alfabético y también El optimismo de la voluntad, que trata sobre mi experiencia como editor en América Latina. En cierta manera forman una suerte de autobiografía fragmentada, y al mismo tiempo una crónica de mis encuentros con escritores y colegas. Allí hay textos dedicados a Copi, a Ricardo Piglia, Alan Pauls y otros.
-Imagino que en estos años ha ido puliendo sus herramientas de editor. ¿Cuáles son las más importantes de ellas para hacer un buen trabajo?
-Creo que lo fundamental es la vocación. Un editor debe vivir intensamente todo el proceso, que consiste en lecturas, la organización de colecciones; tener una curiosidad intelectual permanente, apostar por la excelencia literaria e ir a la búsqueda de las nuevas voces de su tiempo, a la vez que se preocupa por el rescate de libros que han sido descatalogados o negligidos o directamente ignorados. Luego se debe trabajar con emoción artesanal para que el objeto libro sea lo más perfecto posible. Y una vez que se ha conseguido publicar el mejor libro y de la mejor forma posible, intentar que se promocione y se venda del mejor modo. Y siempre pensando en el autor, pues con mejor o peor fortuna, todos ellos ponen sus vísceras en cada libro y es muy triste que esto pase desapercibido.
-Usted menciona como parte del trabajo el criterio de lectura, pero también habla de negocio. Cuando lee alguno de los originales que le llegan: ¿tiene en mente ambas cosas?
-Cuándo leo lo que busco es la calidad literaria. Si además, pues, se puede convertir al libro en un best seller o si el autor tiene potencial para, en obras futuras, convertirse en uno, pues muchísimo mejor. Después hay que trabajar para que lo sea. Para mí –y esta puede ser la diferencia entre un editor independiente o vocacional y otros editores- en el binomio cultura y negocio, pongo mucho más énfasis en la cultura, pero sin perder de vista que una editorial debe, al menos, autofinanciarse. De hecho en el catálogo de Anagrama hemos publicado muchos títulos a sabiendas que se trataba de autores minoritarios. Allí está Copi, de quien hemos publicado seis o siete títulos, o Rodolfo Wilcock y tantos otros enormes autores que difícilmente tengan un gran éxito.
-¿Puede ser frustrante publicar a estos autores de tanta calidad, como Wilcock, pero a los que después es muy difícil vender?
-Sí, lo es. Pero en el caso de Wilcock de todas formas en veintitantos años hemos hecho tres ediciones y vendido unos siete mil ejemplares, de modo que no se trata de un fracaso absoluto. Muchos de ellos son autores que ni en sus países nunca han vendido gran cosa. Es decir, cuando un editor los escoge –un editor con experiencia- ya sabe que lo más probable sea esto, pero de todas formas le gusta tener ese libro en el catálogo porque, aunque se venda poco, atrae a posibles lectores, aunque no sean muchos. Y también a posibles escritores; un ejemplo es el caso de Roberto Bolaño (que cuando lo empecé a publicar más minoritario, imposible). Cuando lo conocí hablábamos muchas horas de literatura, y él me dijo que quería ser escritor de Anagrama porque estaban Rodolfo Wilcock, George Perec y otros autores fundamentales. Quería formar parte de este club, de esta familia.
-Siendo la buena literatura un bien escaso, ¿debe ser muy difícil mantener el catálogo dentro de un buen nivel?
-Pienso que se encuentra buena literatura: nosotros estamos incorporando constantemente nuevos autores. Lo que se vuelve más difícil en momentos de banalización, de triunfo del best seller, es encontrar un libro literario en las listas de más vendidos; pasa una vez cada seis meses. Es decir que para mí no resulta difícil encontrar buena literatura y creo que en los libros que publicamos no hacemos ninguna concesión a la comercialidad sin calidad. Lo que cada vez es más difícil es venderlos.
-Usted habla de la incorporación de nuevos nombres al catálogo, de la dificultad para venderlos, pero a la vez hay nuevas tecnologías y formatos de lectura. ¿Cómo enfrenta Anagrama estos nuevos escenarios?
-Desde el corazón debo decir que soy un fanático del libro tradicional, y en ese sentido me considero un editor de ancien régime. Pero el cerebro me hace actuar teniendo en cuenta también estas mutaciones, cuyo desarrollo abre una incógnita respecto de la profundidad que van a tener, que puede ser mucha. Por ello Anagrama forma parte desde el principio de Libranda (www.libranda.com), que es una plataforma formada por los tres grandes grupos editoriales, que milagrosamente se unieron en un proyecto conjunto, y al que nos invitaron a unos cuantos editores independientes significativos. Pero de momento el arranque del libro electrónico en España es muy lento. De todas formas la editorial aprovecha otras herramientas de la red: tenemos página web, Facebook, Twitter… es decir, la editorial está al día en nuevas tecnologías. Incluso el Facebook lo alimentamos constantemente con críticas, entrevistas, y otros textos. La eficacia de esto es difícil de medir, pero allí estamos, como si nos lo creyéramos.
-Cómo amante declarado del libro tradicional, ¿existe alguna estrategia para su defensa?
-Lo básico para mí es intentar seguir publicando de la forma mejor y más exigente posible. Y luego tener la cintura para intentar adaptarse a estos cambios tecnológicos, conforme se vayan produciendo. Es muy difícil jugar a profetas en ese sentido. Todo el tiempo oigo opiniones de lo más variopintas sobre la duración de este proceso de coexistencia entre el libro tradicional y el electrónico; todo el tiempo surgen nuevas posibilidades de lectura, nuevos aparatos, el pirateo, que es una parte no negligible de la incógnita… no lo sé.
-En la búsqueda de esas nuevas voces, ¿cuál es la forma en que usted se acerca al material de autores que no conoce?
-Al mantener lo que llamamos “Política de autor”, es decir, ir siguiendo la carrera de muchos escritores de otras lenguas, todo lo que publican Martin Amis, Ishiguro, Julian Barnes, Ian McEwan, se incorpora automáticamente. Esto nos deja poco espacio editorial. La recomendación que hacemos a ensayistas y novelistas que no hemos publicado, es que se presenten a nuestros concursos. De allí salen voces nuevas pero que, aunque sean desconocidas, creemos que son buenas literariamente, y entonces se publican. Es el caso del mexicano (Juan Pablo) Villalobos. O del argentino Carlos Busqued. Él se presenta al premio y pasa la primera criba, porque hay lectores con instrucciones literarias severísimas para hacer una primera lectura. Luego lo leo yo y literalmente me entusiasma. Creo que llegó a semifinalista del concurso y yo decidí publicarlo con un currículum prácticamente nulo. Aquí tampoco lo conocía nadie: un escritor por completo ignoto y sin ninguna recomendación. De hecho, yo acabo de conocerlo hace tres días. Es un auténtico hallazgo y un ejemplo muy pertinente de que en la editorial los escritores no necesitan ni padrinos ni nada: simplemente escribir un buen libro.
-¿Qué le queda aun por hacer como editor?
-Qué me queda: simplemente seguir ejerciendo mi oficio con pasión y placer. Este es mi mayor premio. De Borges, Fogwill y otros escritores ajenos
-De los escritores argentinos que no publican con Anagrama, ¿hay alguno al que le gustaría incorporar en su catálogo?
-Te diré una obviedad espantosa: Jorge Luis Borges (risas)
-Eso es trampa: es la respuesta fácil.
-Es que en los años 60, antes de ser editor, tuve mi etapa borgeana. Leí todo Borges, conseguido dificultosamente, porque en aquel momento no circulaba fácilmente su obra en España. Entre los autores nuevos he tenido la fortuna de publicar a Ricardo Piglia, incomprensiblemente desconocido en España. Hoy es una satisfacción haberlo visto crecer tanto: da orgullo contar con uno de los 4 o 5 autores más importantes de América Latina en la actualidad.
-Pero se me está escapando. Dígame algún autor que le guste y no sea de Anagrama.
-Es que muchos de los que más me gustan son absolutamente inaccesibles: Fabián Casas, César Aira. Me parece interesante esta chica de Las teorías salvajes, la Pola Oloixarac. Me gustaba mucho Fogwill…
-¿A pesar de los embates?
-A pesar de ellos. Casi te diría que lo preferiría como lector (risas).
-¿Qué hay de cierto en aquella afirmación tan polémica que Fogwill le atribuye a usted? -¿A mí?
-Claro. ¿No la conoce? -No.
-Él dijo en una entrevista que usted obliga a los escritores argentinos que contrata a incluir al menos un desaparecido por libro como estrategia editorial.
-¿Eso dijo? (risas) Es genial. Esa es su imaginación de publicista (risas). Yo lo vi sólo una vez y me divertí mucho. Estuvo agresivo -como siempre-, pero agresivo en buen rollo. Creo que era una fiesta en la librería Mansalva, hace algunos años. “Herralde, hombre: mira que darle el premio a estos pendejos de Alan Pauls y Martín Kohan”. Pero si están muy bien, le dije. “¡Bah, este premio! A mí me lo deberías dar” (risas). Pero si también se lo hemos dado a Alvaro Pombo, que ahora es uno de los grandes, respondí. “¡Nada! Un desastre.” Pero siempre riendo: él era así. He oído frases suyas muy polémicas, pero una tan ingeniosa como esta de los desaparecidos, nunca. (risas)
-Hemos hablado de lo grato del oficio, de estar cerca de la lectura. Pero supongo que también se habrá ganado algún enemigo.
-Es muy posible. Hay una frase que me gusta mucho de una novela de Paul Auster, que hablando de un editor decía que “el rechazo es la esencia de su trabajo.” Y es verdad: si nosotros publicamos unas 75 novedades al año y recibimos, digamos, 3 mil sugerencias, pues hay 2925 damnificados. Entonces es lógico que una parte de ellos tenga una herida narcisista importante, más o menos (o nada) cicatrizada. Debo decir que la actividad editorial vivida apasionadamente, que es como creo que debe vivirse de modo casi obligatorio, estando en contacto con el ego de los autores (ego imprescindible por otra parte), es un trabajo complicado, aunque tengo muy buena relación con muchos de ellos. También está el factor de los grandes grupos, con anticipos imposibles de igualar; o los agentes literarios azuzando a todo el mundo. Es decir, esto no es un jardín de rosas. O mejor, quizá de rosas pero con conspicuas espinas.
Entrevista publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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