
Como íbamos a clases por la mañana, al mediodía volvíamos caminando por Bacacay, hablando de la escuela (que nos importaba poco, aunque a mí me iba algo mejor), de fútbol o de mujeres (temas bastante más importantes en los que el exitoso era él). En el camino solíamos detenernos metódicamente a arrancar los afiches publicitarios pegados en las paredes, a escribir groserías con tiza sobre la vereda del colegio de chicas o a revolear botellas a la autopista desde abajo; eramos peligrosos. Después llegábamos a la fiambrería que Coco, el padre de Pablito, tenía en el viejo mercado de Lope de Vega y Rivadavia, y ahí nos despedíamos. Fue uno de esos mediodías que descubrimos la flor. No recuerdo qué flor sería, pero sí que nos distrajo de la maldad cotidiana: parecía asomar por encima de una pared de ladrillo, como queriendo ver de qué se trataba ese más allá desde donde le llegaba el viento. Siempre fui más arriesgado que Pablito –también más romántico (más boludo)–, así que decidí que quería llevarle esa flor a mamá. Para ello debía saltar, colgarme del borde de la pared y sostenerme con una mano para al fin cortar el tallo con la otra. Aunque los necesitaba, en esa época todavía no usaba anteojos, así que nunca llegué a ver la hilera de botellas rotas que convertían a aquella pared en un puercoespín rabioso. En el aire apenas alcancé a oír el “pero” de Pablito. No estoy seguro.
Con las palmas reventadas, empecé a sospechar que hay otra clase de sacrificios, los que no valen la pena. La risa de Pablito, sin embargo, fue la misma.
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Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura del diario Tiempo Argentino.
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