
Shaw no se detiene: “No he vivido aventuras heroicas. No me han ocurrido cosas. Por el contrario, soy yo quien ha ocurrido a las cosas. Y todos mis acontecimientos han tomado forma de libros y obras de teatro. Leedlos, presenciadlas y conoceréis toda mi historia”. Con astucia, el ganador del Premio Nobel de Literatura en 1925 aprovecha el formato autobiográfico para ampliar dicha condición a toda su obra. Lo interesante de este desplazamiento es que no se limita a su propio caso, sino que lo hace extensivo a cualquier otro gran escritor. “Las mejores autobiografías son confesiones”, escribe Shaw en el párrafo siguiente. “Pero si un hombre es un escritor profundo, entonces todas su obras son confesiones”, concluye. Según este razonamiento la mejor autobiografía de un hombre de letras, la más fiel, sería aquella que se cuela entre los resquicios de su obra. A partir de esta lección que el escritor irlandés entrega como al pasar, es más fácil entender aquel “Madame Bovary soy yo”, pronunciado por Gustave Flaubert acerca de su obra más popular, o permitirse imaginar al propio Marcel Proust yendo En busca del tiempo perdido. O terminar de reconocer los rasgos de Jorge Luis Borges en el perfil de un afiebrado Juan Dahlmann que va abriéndose camino hacia el sur.
Dieciséis esbozos de mí mismo es un libro extraordinario, en el que Shaw aprovecha el pretexto de su vida para, entre otras cosas, seguir peleándose con sus adversarios de siempre (H.G. Wells; G.K. Chesterton; Winston Churchill) y rendirle culto a quienes admiraba (en particular a Oscar Wilde), llevando hasta ahí su voluntad de reputado polemista. Y siempre sin perder ni la elegancia ni la compostura, ni el filo mordaz con el que siempre expresó su particular cosmovisión. Es decir, podría escribirse una nota completa sólo sobre este libro. Sin embargo la idea es aprovechar su carácter anómalo dentro del género autobiográfico, para extenderse sobre otras formas tangenciales o indirectas con las que cuenta un escritor a la hora de escribir sobre su propia vida.
Uno de los procedimientos autobiográficos más naturales y a la vez más ricos para el lector, es el de los diarios personales. La principal virtud de este tipo de textos, cuando fueron concebidos de forma genuina, es que originalmente no han sido escritos para ser publicados y por eso en sus páginas el autor se siente habilitado a incluir ciertas infidencias y confidencias que por lo general están ausentes en las autobiografías convencionales. Claro que este tipo de relatos suele demandar algún criterio curatorial previo a su publicación, que suele estar guiado en primer lugar por el pudor. Algo de eso se intuye en la decisión de Ricardo Piglia de editar sus diarios personales bajo el título de Los diarios de Emilio Renzi, utilizando la máscara de su conocido alter ego literario para esfumar sus propios relatos de vida. El juego de Piglia cierra el círculo autorreferencial cuando se sabe (y lo sabe todo el mundo) que Emilio es el segundo nombre del escritor y Renzi su apellido materno.
El pudor es también lo que impulsó al impúdico Adolfo Bioy Casares a imponer una cláusula especial a la publicación de sus diarios personales: que sólo se lo hiciera después de su muerte. En virtud de las ingeniosas “maldades” que Bioy y sus amigos (sobre todo Borges) le dedican a la mayoría de sus contemporáneos, es posible comprender por qué el autor no quería estar presente cuando todo aquello tomara estado público. Aunque en la decisión de editarlo de todas formas también se manifiesta cierta vocación egomaníaca: la certeza de que la publicación post mortem llevaría a que su reconocida mordacidad sobreviviera a su desaparición física. Tanto Descanso de caminantes como el Borges, los dos kilométricos volúmenes publicados cuyo contenido fue extraído de los diarios personales de Bioy, son ejemplos inmejorables de la corporización de un poder literario que suele estar ausente en las autobiografías escritas a reglamento.
Otra forma velada de la autobiografía muy de moda dentro de la literatura contemporánea son las novelas sobre padres y madres. Los ejemplos abundan: Papá, de Federico Jeanmarie; También esto pasará, de Milena Busquets; El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza; Una muchacha muy bella, de Julián López; Hacete hombre, de Gonzalo Garcés; Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan y un largo etcétera. En todos ellos, cada uno con su tono y particularidades, la figura paterna/materna es utilizada como metro patrón para definir los límites del territorio del propio yo. Y en cada uno el recurso de la ficción vuelve a servir como vehículo para llevar el relato mucho más allá de lo meramente biográfico, liberándolo del (o al menos aligerando el) incómodo lastre del ego. Cómo se ve, no es necesario que un libro lleve impreso en la tapa el rótulo que consigna su carácter de autobiografía para que en efecto lo sea, al menos de un modo parcial. Tampoco alcanza con la presencia de dicha etiqueta para convertir en una a cualquiera que presuma de serlo; es bien sabido que muchas de ellas incluso han sido escritas por interpósito ghostwriter. Lo importante que un escritor tiene para decir, incluso de sí mismo, se encuentra siempre en el conjunto de su obra. Lo otro tal vez sea apenas un impulso exhibicionista que encuentra su complemento ideal en el voyeurismo del lector.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
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