
Mi gran noche relata el transcurso de la grabación de un gran especial televisivo de fin de año, pero con la atención dividida entre distintos pares de realidades que son puestos en tensión. La dualidad más obvia, que habla de inclusiones y exclusiones, es la del adentro y el afuera de ese estudio de TV. Mientras que en el interior se lleva adelante una farsa de luces, brillos y estrellas pop, afuera ocurre el apocalipsis. Pero no un fin del mundo de ficción sino ese otro, concreto, al que la sociedad española debe hacerle frente desde que la crisis global desmoronó su economía, hace ya casi una década. Manifestaciones violentas y represión como contracara del cartón pintado y las miserias del endogámico show must go on televisivo. Así mismo, la vida dentro del estudio representa una sórdida arca de Noé, en la que creen salvarse de la extinción las mezquinas estrellas –que el eterno Niño Raphael sea uno de los protagonistas es el gran acierto de la película—; un productor estafador; los conductores mediáticos y los agresivos directores de piso y de cámara. Al fondo del tarro, los extras evocan a aquella clase media (o mediocre) que se alegra de haber quedado del lado de adentro, como si eso realmente los protegiera de una debacle que no es sólo económica, sino también cultural. El problema es que De la Iglesia no logra que el humor trascienda la mediocridad que intenta parodiar. Del mismo modo en que una estética caótica en lugar de burlarse de las miserias de la burbuja televisiva, más bien replican su formato, haciendo que la crítica nunca consiga tener mucho más vuelo que el abyecto objeto criticado.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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