
Toda película (toda obra de arte) es en sí misma un mecanismo de manipulación, en tanto el artista la compone en busca de lograr algunos efectos calculados. Pero hay dos formas de asumir esa condición: con nobleza o sin ella; con o sin inteligencia; con arte o sin arte alguno. En el caso de Una segunda oportunidad, Bier alcanza el dudoso éxito de hacer confluir todos esos “sin” (y varios más) en un relato que, con la excusa poner en escena un drama posible, no sólo se aprovecha de la sensibilidad de su público potencial, sino que llega al extremo de trasladar ese abuso a sus propias criaturas, a sus personajes. Su excusa es convertir a la realidad en un espectáculo del espanto, que se va volviendo más insoportable e indigno a medida que las escenas se suceden sin mostrar compasión por nadie.
A aquel perturbador escenario inicial Bier le opone la vida perfecta de Andreas. Pero enseguida le arrebata la única garantía de su felicidad (como si esta fuera una culpa que debe castigarse), para de inmediato clausurarle todas las salidas posibles. Para empujarlo al infierno de su propio dolor y una vez en el fondo, también quitarle el suelo bajo los pies, demostrando que siempre se puede caer más profundo. Igual que la propia película, que tras humillar a sus personajes acaba sintiendo lástima por ellos, cerrando un círculo abyecto. Eso sí, las actuaciones son notables y la narración hace gala de una admirable precisión. Lejos de ser un mérito, en manos de Bier esos logros también se convierten en herramientas de tortura, los medios con los cuales se gana la confianza del público para poder abusar de él a gusto. La película consigue así su gran maldad final: le niega al espectador hasta la última esperanza, la de al menos no creer en lo que se está viendo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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