“Quiero que la gente al abrir el diario se atragante con el desayuno”, le dice Rebecca a Stephanie, su hija adolescente, en el interior de una carpa en un campo de refugiados en Kenya, antes de irse a dormir. “Quiero que vean, que sientan y reaccionen”, agrega para completar la idea de lo que espera que provoque su trabajo en los lectores del diario para el cual trabaja. Porque Rebecca es fotógrafa, cronista de guerra, y se especializa en la producción de imágenes periodísticas de alto impacto en zonas de conflictos bélicos. Ese mismo parece ser el objetivo de Mil veces buenas noches, del director noruego Erik Poppe: que el espectador tenga ganas de meterse la entrada que acaba de pagar en el fondo de la garganta. Que se enteren, aunque no quieran, que hay otros que la pasan mal acá nomás, en el mismo mundo en el que ellos están lo más tranquilos ahí, sentaditos muy cómodos y seguros en la butaca de una sala de centro comercial. Es esa y no otra la idea de cine que hay detrás de una película como la de Poppe, quien parece medir el tamaño de su “compromiso político” de acuerdo a la cantidad de viejas que salgan del cine horrorizadas (pero ahora conscientes), tras haber sido testigos de la escalada de miserias que él mismo ha puesto en escena con “riguroso realismo”, “actuaciones notables”, “bellísima fotografía”, “una música incidental conmovedora” y algunos otros de esos lugares comunes que suele amontonar la crítica de cine cuando es escrita para ser lucida en los afiches promocionales de las películas.
Doblemente vil resulta Mil veces buenas noches cuando se cae en la cuenta de que no es a la consciencia del espectador a lo que apela, sino a su culpa. La misma culpa que la empuja a sentir a la pequeña Stephanie, quien, aterrorizada por la posibilidad permanente de que un día su madre vuelva de uno de sus viajes de trabajo dentro de una bolsa negra, se obliga a “entender” que hay otros chicos –los que mueren de hambre en África o los que son enviados a inmolarse en los frentes de batalla de Medio Oriente— que necesitan a su madre más que ella misma. Cada fotograma de la película de Poppe sostiene esa tranquilizadora (e insoportable) idea de Occidente como garante del bienestar y la justicia en todo el mundo. Mil veces buenas noches cumple de ese modo el mismo papel que los quince centavos que se donan a UNICEF en la caja del supermercado o al comprar el agua mineral que promociona Julián Weich: que cada uno se vaya tranquilo a su casa sintiendo que es posible hacer algo por los desposeídos del mundo, que siempre son otros y ajenos, sin ensuciarse las manos ni resignar nunca los privilegios de pertenecer.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario