Cuando se estrenó Percy Jackson y el ladrón del rayo, película basada en una saga de novelas para adolescentes al estilo Harry Potter (pero peor), en la que el protagonista es un descendiente de los mismos dioses griegos, ante el pobre resultado obtenido y desde estas mismas páginas surgía una pregunta: ¿continuará? La respuesta, lamentablemente, es que sí. Tres años después llega Percy Jackson y el mar de los monstruos, basada en el segundo de cinco libros y no hay que ser el oráculo de Delfos para saber que si la idea es continuar la saga en esta línea, se trata de un mal augurio.
La premisa es simple: el joven Percy se descubre hijo de Poseidón, dios del mar, y a partir de eso ingresa a un mundo secreto de semidioses que habitan en la Tierra protegidos por sus padres, pero nunca a salvo de su caprichoso comportamiento. La saga intenta trabajar un registro de aventura y humor mucho más ligero que el de sus exitosas antecesoras Harry Potter y Crepúsculo. Curiosamente, a pesar de ser la que toma como excusa la tradición más antigua y por lo tanto más universal, es la saga que más abusa de lo estadounidense. Si en la primera se mencionaba que el portal que comunica a la tierra con el Olimpo era un ascensor neoyorquino, aquí los jóvenes semidioses viven en un campus que reproduce lo más vacuo de la vida burguesa del estudiante estadounidense. ¿Esto es criticable de por sí? Claro que no: la reciente Monsters university de los estudios Pixar hacía algo parecido con su precuela de Monsters Inc. Pero lo hacía con verdadera gracia y sin segundas intenciones: en la saga Percy Jackson... todos los caminos conducen a jugar con la idea de que los Estados Unidos son una sucursal olímpica. Acá los dioses poseen multinacionales –Hermes, dios del correo (y patrono de los ladrones), maneja UPS, una de las empresas de encomiendas más grandes del mundo, un chivo burdo–, mientras sus hijos leen los mitos en tablets y confunden el Capitolio con la casa paterna.
Los efectos especiales son otra cuenta pendiente: tal vez nadie lo recuerde, pero en 1998 se estrenó en Buenos Aires Spawn, pésima adaptación de un exitoso comic, que por entonces representó uno de los primeros intentos de intercalar personajes digitales con actuación tradicional. Puede decirse que, en comparación, algunos monstruos de esta película compiten en tosquedad con los de aquel film, hoy considerado prehistórico. Pero lo más penoso de Percy Jackson es la evidencia bastante clara de un proceso que podría denominarse de “disneychanelización” del cine. No sólo por instalar su relato en el insulso escenario antedicho, que también es habitual en las series producidas por el canal Disney, sino porque abona a una idea irritante de lo que es la actuación, en la que la superficialidad y el abuso gestual son la marca distintiva. No hay mucha distancia entre los actores de este film y, por ejemplo, las presentaciones recientes de Miley Cyrus, máximo exponente de esa escuela. Demasiados malos augurios para una sola película.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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