No es poco ni muy bueno lo que puede decirse de una película como Un piso para tres, relato mediocre de intención humorística del director y actor Carlo Verdone, que intenta pegarse a la etiqueta de lo que se conoce (o conoció) como commedia all’ italiana. Se sabe que la picaresca italiana tuvo su auge y posterior decadencia con figuras muy populares como Alberto Sordi o Ugo Tognazzi a la cabeza, quienes supieron explotar legítimamente ese registro hasta los años ’80. Querer hacer lo mismo ya entrado el siglo XXI es un anacronismo que sólo podría reportar buenos resultados clonando a Tognazzi o Sordi, fallecidos hace rato, o reviviendo directores como Mario Monicelli o Dino Risi. Y ésa es la sensación que se tiene al ver esta comedia: la de estar en presencia de un rito mortuorio o de una invocación espiritista.
Pero no sólo porque Verdone pretenda insuflar a su relato el espíritu de un género que lleva décadas clínicamente muerto, sino porque también les endosa ese carácter a sus protagonistas. Se trata de tres tipos que ya han pasado la mediana edad y se encuentran, a su pesar, rodando la cuesta abajo de los primeros años de decadencia. Pero a no confundir: acá no se está afirmando que todo aquel que pasa los 50 no tiene otra alternativa que sentarse a esperar que le llegue la parca, sino que la película ha elegido no darles a sus personajes más oportunidad que ésa. Y si bien en su epílogo se imposta un final feliz, éste resulta tan falso como una máscara funeraria y no hace más que ratificar que estos tres protagonistas no son sino mortos chi parlan. Un otrora exitoso productor de música pop que subsiste viviendo al fondo de una disquería especializada en rarezas; un crítico de cine miserable devenido periodista de chimentos por necesidad y un agente inmobiliario chanta, timbero y gigoló de señoras, que se ven obligados a compartir un departamento desvencijado para no terminar en la calle.
Aunque al inicio la película incluye un puñado de situaciones capaces de generar alguna sonrisa legítima, pronto comenzará a acumular otras que encienden la desconfianza. El humor se irá volviendo cada vez más básico (léase: pueril, banal, misógino), proponiendo situaciones que se pretenden folletinescas, pero que en lugar de acentuar el carácter cómico de los personajes sólo consiguen hacerlos ver cada vez más sórdidos, mezquinos y, sobre todo, terminales. A la par, algunos de ellos terminarán, de manera inverosímil, casi mágica, enamorados de (o encamados con) jovencitas, recurso que en lugar de resultar erótico representa una prueba adicional del carácter tanático de este film que, además de todo eso, es moralista y conservador. Si bien algunas pocas actuaciones son dignas dentro de la pobreza del panorama general, hay otras que pecan de una pornografía gestual que no ahorra en histrionismos burdos, histerias épicas y declamaciones a grito pelado, como si sólo fuera posible pensar al homo italicus desde ese estereotipo ramplón. Presentar a Un piso para tres como una commedia all’ italiana es entonces tan injusto como inexacto: quizá sería más certero hablar de trash all’ italiana.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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