Puede decirse que esta nueva versión de El Llanero Solitario, que lleva la firma del versátil Gore Verbinski, es agradable no por su enorme despliegue visual, sino a pesar de él, porque supo poner un presupuesto elefantiásico a disposición de un relato con vocación clásica, aun con sus excesos. De igual modo, ha sabido hasta dónde respetar el espíritu original y a partir de dónde releer al personaje desde el presente, siempre a través de la perspectiva de los géneros. Aunque está planteada como adaptación al cine de la popular serie de los años ’40 y ’50 –hay una versión posterior en dibujos animados–, la película elige no atarse del todo a los antecedentes. Si en ellos se contaban las aventuras de un personaje ya establecido con firmeza dentro de su universo, el film prefiere ir más atrás para dar cuenta del origen del mito. Verbinski no se limita a la estética original y entonces, sin dejar de ser un western, la película acaba siendo más una comedia de aventuras que otra cosa. Lejos de tomarse a sí misma muy en serio (algo que hicieron otras adaptaciones de series televisivas), El Llanero Solitario recurre no sólo al humor, sino al slapstick, la farsa y el absurdo (ver los gags con animales).
El Llanero Solitario no arranca con la acción misma, sino que interpone un narrador que funciona como filtro adicional que activa un juego de cajas chinas de tiempo. La primera escena establece el presente del relato en San Francisco, 1933. Un nene disfrazado de vaquero y con antifaz entra en una carpa de feria donde le prometen el Lejano Oeste. Ahí se detiene ante un bisonte embalsamado; luego ante un oso embalsamado y, al fin, frente a un indio viejo que –tras un cartel que lo presenta como “El noble salvaje en su hábitat natural”– también parece embalsamado. Pero no. Se trata de Toro, el astuto compañero del Llanero Solitario, que cree reconocer en el niño enmascarado a su viejo amigo Kimosabee, como él solía llamarlo. Luego del susto, el chico consigue que el viejo le cuente la historia, que empieza en uno de esos pueblitos que crecían en medio del desierto junto al moderno tendido del ferrocarril, justo en el límite del territorio indio, en 1869.
La película aprovecha los arquetipos que el western deja al alcance de su mano: un sheriff tan duro como noble y honesto, un villano despreciable, un hombre de negocios pragmático y devoto del progreso y un joven abogado idealista que defiende la ley casi tanto como rechaza las armas y al que el destino convertirá en el Llanero Solitario. Y, claro, el noble salvaje. Que en la piel de Johnny Depp es el comic relief que lleva las riendas del relato por partida doble: desde la narración que realiza en su vejez y desde la acción misma en el Oeste. El film se toma algunas libertades adicionales en tiempos de corrección política. Una tiene que ver con el papel de los pueblos indios, que de algún modo “rectifica” el rol de malos que solían asumir dentro del género, para encontrarles otro más adecuado a la realidad histórica, sin que la cosa resulte forzada. En la misma línea se ubica un chiste de una sola línea, notable, en el que el Llanero, tras ser apresado por una tribu, calificará de “razonable” al ejército de los EE.UU. que se acerca al galope con intención de masacrar a los nativos. Depp y Armie Hammer (Toro y El Llanero) montan una relación con buena química que permite sostener las acciones con que se va armando esta pareja de opuestos. Porque El Llanero Solitario también es una buddy movie. Esta vez el carácter seco de su personaje mantiene a raya el histrionismo desaforado que este tipo de papeles suelen provocar en Depp: bienvenido sea.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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