miércoles, 3 de junio de 2009

CINE - El artista, de Mariano Cohn y Gastón Duprat: Eternas preguntas sin respuesta.


Se ha dicho tanto en el intento de desentramar al arte. Se han escrito libros, bibliotecas completas; obras de toda una vida -de muchas vidas de muchos artistas- han querido llegar al fondo de cuestiones para las cuales tal vez nunca haya una respuesta por completo satisfactoria: ¿Qué es el arte? ¿Cuál es el elemento que le confiere al artista ese carácter? El artista, película dirigida por la dupla Cohn- Duprat, se propone explorar ese territorio, vadeando pretenciosas declamaciones o extensas parrafadas teóricas. Y las elude del modo más eficiente. No negándolas, sino atravesándolas con humor.
Justamente el elemento humorístico es el presupuesto central de El artista. Sin ser una comedia, más allá de que cuando sus directores deciden aplicar la fórmula del chiste lo hacen con un timming sumamente preciso, es imposible aceptar la premisa básica de la historia sin, como mínimo, contemplar la posibilidad bastante concreta de que todo sea, en el fondo, una gran broma.
Ramírez es enfermero en un neuropsiquiátrico tan triste como la realidad misma. Su madre acaba de morir y en el departamento en donde vive sólo lo espera su propio silencio. No es muy distinto el panorama en el trabajo. Ahí ha adoptado a Romano, un hombre enorme y viejo postrado en una silla de ruedas, que apenas dice una única palabra: pucho. Es imposible no pensar en todos esos silencios como tabiques de un laberinto que enmascaran otras realidades paralelas. En la casa, Ramírez amontona innumerables rollos de papel en un ropero; cada día, al volver del hospital, agrega uno o dos a la pila. En todos ellos hay dibujos que Ramírez planea exponer. En ese intento demostrará una ineficiencia para la comunicación en el límite de la subnormalidad. Sin embargo la obra de Ramírez parece ser buena y a partir del llamado de un galerista muy interesado, su vida dará un vuelco que se irá completando con el avance del relato. Pero al espectador le podrán quedar dudas respecto del verdadero talento de Ramírez y esas sospechas no serán infundadas. Es Romano, el de los problemas mentales, el de la palabra única, quien hace esos dibujos que críticos y académicos aclaman de forma unánime. O casi: cuando a alguno de ellos se le ocurra escribir que esos trazos secretos (nada de aquella obra es revelada nunca al espectador) no presentan absolutamente nada novedoso, será de inmediato tildado de imbécil. Nada es casual.
¿Romano o Ramírez? ¿Quién es entonces el artista? Se plantea por un lado que es esa mirada crítica la que pudiera legitimar al arte como hecho previo al acto de creación: para el crítico es el artista quien pretende alcanzar el arte a partir de la acción y, de alguna manera, es su mirada atenta la que lo corrobora como acontecimiento y le da valor. Ramírez entonces no es artista por la belleza o los valores propios del trabajo de Romano, sino porque la obra puede ser explicada  y encuadrada por un discurso dentro de una teoría determinada. Es decir, lo opuesto a Romano y a Ramírez, incapaces de todo discurso. Cohn y Duprat desactivan el mecanismo crítico con esta herramienta sencilla: la ironía.
En oposición pero tal vez más próximo al espíritu de la película, aparecen reiteradas citas al Duchamp del mingitorio aquel: el arte está en el ojo capaz de descubrirlo. Y así no parece ser otra cosa que la capacidad evocativa que es propia del artefacto en sí y por completo ajena a la voluntad del hacedor. Más allá de todo intento de legitimar una obra a partir de su encuadre o presunción teórica, su verdadero valor estaría dado por todo aquello que es capaz de provocar una vez finita. Lo cual, como la pescadilla devorando su propia cola, incluye también la posibilidad de una mirada crítica.
Brillantes entonces Cohn y Duprat. No sólo en el notable manejo que demuestran a través del trabajo no menos eficiente de sus protagonistas, el histriónico escritor Alberto Laiseca y el crooner Sergio Pángaro, quien se revela como un transmisor emotivo poderoso y minimalista; también en la riqueza narrativa invertida en el relato, que se traduce en potencia dramática y en una certera mirada plástica, capaz de descubrir arte en las chorreaduras de brea sobre un fondo de salpicré grisado de mugre.
Que El artista cierre como comenzó, con un final, es un detalle que augura el continuo y saludable nacimiento de nuevos ciclos, con las mismas viejas preguntas todavía sin responder. Y quizá sí, como se ha dicho, todo esto –arte, artista, película- no sea más que un chiste. Uno bueno.


Artículo publicado originalmente en el diario Página 12.

No hay comentarios.: