Y si en Puente de espías el trabajo de Tom Hanks era fundamental para darle credibilidad a ese abogado que de golpe se veía envuelto en una trama propia de una novela de Graham Greene, en El espía inglés no es menos importante la labor dramática de Benedict Cumberbach, uno de los actores más camaleónicos del cine contemporáneo. Su composición de Wynne transmite de forma muy verosímil la transformación que atraviesa el personaje, yendo de su inexperiencia y temores iniciales, a la fidelidad con la que sobre el final se abraza no solo a la tarea encomendada, sino a la amistad que inevitablemente surge entre él y Penkovsky.
Aunque Cooke no se aparta del imaginario que rodea a la Guerra Fría, asumiendo una clara (y obvia) mirada occidental, también elude caer en los estereotipos groseros y evita el retrato monstruoso del régimen soviético. Eso no impide que la sensación de peligro alimente las escenas en las que el protagonista cumple su misión en una Moscú convertida en panóptico, acumulando sobre su espalda el peso de todas las miradas. La precisión con la que va construyendo esa sensación de agobio sin permitirse excesos es su mayor mérito narrativo. Acá la tensión acaba desbordando por acumulación y no por el deus ex machina de los golpes de efecto.
Filmada con oficio y eficacia, sin embargo está claro que Cooke no es Spielberg. Aun cuando sus escenas centrales cumplen en funcionar como mecanismos de precisión (véase el montaje paralelo utilizado para narrar el fallido plan de extraer al espía de la Unión Soviética), siempre parece que el director mismo se limita en la posibilidad de ir más allá de lo correcto. Como si temiera que extender un travelling ahí donde el movimiento de cámara pareciera pedir a gritos seguir adelante, fuera un camino que de forma inevitable conduce al fracaso. Ojalá la próxima vez se permita esos riesgos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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