
Love Punch tiene una primera escena muy prometedora, de esas que predisponen positivamente a cualquiera. Kate y Richard son una pareja divorciada de cincuentones que coinciden en la fiesta de casamiento de algún conocido en común. Es una agradable tarde de primavera y ella está parada frente a la barra tomando algo, con la belleza sobria que Thompson les suele prestar a sus personajes. Él la ve, se acerca y es evidente que la edad no le ha quitado ni un poco de su encanto irlandés, el mismo que Brosnan ha mostrado desde su aparición en la vieja serie de televisión Remington Steele. Lo que sigue es un juego de seducción, encarnado en una seguidilla de acotaciones y retruécanos que los protagonistas se arrojan como dardos dialécticos envenenados de ironía, sarcasmo y un humor inteligente pero sin pretensiones y una ligereza (en todo el amplio espectro de la palabra) que se agradece. Y se agradecería todavía más si ese tono se mantuviera de forma homogénea durante toda la película. Sin embargo, enseguida el guión elige avanzar por un camino inesperado, lleno de baches y parches, provocando que los tornillos de la trama empiecen a aflojarse con tanto sacudón.
Si Love Punch empieza como comedia de reenamoramiento ubicada en la frontera entre la mediana y la tercera edad, enseguida se convierte en una de esas aventuras crepusculares en la que los protagonistas deben lidiar con situaciones que, por edad y por contexto, les son por completo ajenas. En ese salto la película pierde espontaneidad, entorpece su registro humorístico y sobrecarga las actuaciones con una pátina de farsa, limitando sus mejores momentos a algunos cruces en los que Thompson y Brosnan consiguen sacarse algunas chispas más y hacer que la cosa brille. Aunque más no sea por un par de ratitos.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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