
Esta segunda entrega que tiene como protagonista al Dios del Trueno, dirigida por Alan Taylor, aprovecha varios aciertos del episodio original, a cargo del gran Kenneth Brannagh, quien en primer lugar había sabido encontrar y explotar el costado clásico que estos personajes basados en la mitología germánica tienen en potencia. Las intrigas palaciegas, los celos entre hermanos que resultan ser hermanastros, la muerte del padre (o la madre) y las historias de amor entre seres de distinta clase, tan propios de Sófocles o Shakespeare como de las novelas de la tarde, siguen presentes en esta segunda parte. Del mismo modo, Thor: Un mundo oscuro tiene momentos brillantes de humor que, a pesar de no pasar de escenas o secuencias muy breves, la película utiliza con eficacia para ir apuntalando el relato en los momentos en los que podría empezar a flaquear. El punto fuerte del film de Taylor vuelve a ser la relación ambigua entre el protagonista y su hermanastro Loki, amo del engaño, personaje que consigue disputarle el protagonismo al héroe. El punto débil, un villano bastante estereotipado y, paradójicamente, desprovisto de todo humor.
Hay otro acierto que las películas de Marvel han sabido trasladar de una a otra y que no es ajeno a Thor: Un mundo oscuro, cierta cohesión entre ellas que genera una sensación de realidad paralela. Un hecho que también es un éxito de adaptación, porque esa continuidad es una de las características fuertes del sello. Es decir, las películas de Marvel registran y promueven una idea de “universo” que siempre estuvo presente en las aventuras impresas de sus personajes. La versión cinematográfica del Universo Marvel se vuelve tangible sobre todo a partir de la interconexión cada vez más profunda que las distintas películas van teniendo entre sí y que en el caso de los personajes que integran los Avengers ya lleva al menos diez películas. Un fenómeno que tal vez sea único en la historia del cine. Eso no hace que sus películas necesariamente sean buenas, pero por lo general tienen un piso aceptable y el sentido de unidad generado a partir de la aparición sorpresiva de algunos personajes en las películas de otros, o de las ya clásicas escenas ocultas entre los títulos finales, permiten que ese efecto de encadenamiento retroalimente las virtudes del conjunto. Y, cómo no, ahí está el feliz cameo del gran Stan Lee, autor de muchos de los personajes más importantes de Marvel, como prueba definitiva de lo valiosa que resulta esa unidad estética en términos comerciales.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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