Es rica la mitología: sabrosa y fértil. Si lo sabrían Freud, Borges, Tolkien, John Ford, quienes, cada uno a su modo, admiraron, estudiaron, reescribieron y generaron construcciones míticas. Ocurre que el relato mítico ha tenido la capacidad ancestral de contener de manera encriptada, poética, aquello que el resto de los lenguajes humanos nunca pudo decir mejor de manera directa. Conforme la historia ha ido avanzando, lo mítico también fue modificando su estatus, de las tradicionales mitologías religiosas de la antigüedad a las épicas populares de la edad media. Con la modernidad, aunque lejos de perder potencia, el relato mítico comenzó a ser barrido bajo la alfombra de las supersticiones: aquellas creencias que lejos del progreso avasallante -y avasallador- que proponía la iluminada Europa cristiana (un mero conjunto de supersticiones con estatus canónico, por otra parte), podían ser reducidas con desprecio a la categoría de “lo pagano”. Civilización contra barbarie en estado puro.
Vampiros y resucitados: la edad contemporánea. El siglo XIX generó los que tal vez sean los únicos mitos modernos, de la mano de dos escritores que para la historia de las letras son menores, pero sin dudas de los más importantes en la cultura popular. En 1918, Mary Wollstonecraft, típica adolescente romántica, publicó Frankestein, o el moderno Prometeo. Nacido de un verano de poesía y tormenta a orillas del lago Leman, en Suiza, compartido con su marido Percy Shelley y los amigos George “Lord” Byron y John William Polidori, poetas todos ellos, el relato lleva las señas inconfundibles del espíritu gótico de su época. En esas mismas vacaciones, Polidori escribiría El vampiro, que junto con Carmillia de Sheridan Le Fanú, son los más sólidos antecedentes de Drácula, la novela con la que Bram Stoker terminó de consolidar el mito victoriano del vampiro aristocrático y seductor, que desde la Europa Central trae la peste al mundo civilizado. (Todo parecido con la realidad sociopolítica europea actual puede no ser pura coincidencia).
Como azaroso comentario adicional, merece destacarse el valor del lago Leman como potente vehículo para la generación de relatos míticos; basta recordar que la historia -¿o leyenda?- detrás de "Humo sobre el agua", emblemática canción de la agrupación inglesa de rock pesado Deep Purple, también ocurrió allí. Una nota marginal que, aunque simpática, quiza excedael tema de este artículo. ¿O no?
Lo cierto es que aquel injerto de muertos imaginado por Mary, y el conde rumano para quien, como Orfeo, el amor es más definitivo que la muerte, constituyen, con la imprescindible ayuda del lenguaje cinematográfico, los dos grandes mitos que pueden considerarse propios del siglo XX. Porque no caben dudas que desde su nacimiento en 1895, dos años antes de que Stoker publicara su novela, el cine ha sido el gran generador de relatos del siglo pasado, el factor decisivo para que muertos vivos y no muertos se instalaran con fuerza en el imaginario popular.
Vienen por ti, Bárbara. Pero no es el glamour del vampiro lo que interesa acá porque, además, se trata de un mito de clausura: el cuento del decadente vampiro que no encuentra lugar en un mundo moderno, coincide con el final del período victoriano, decadente por excelencia. Por el contrario, la historia que se cuenta en Frankenstein es un primer esbozo de un futuro deseado, que representa además la mayor fantasía de la era industrial: la de la posibilidad humana de crear vida. Un anhelo comparable al que alimentó a los arquitectos de Babel, enceguecidos por el afán de rascarle la barriga a Dios.
Y sin dudas no puede considerarse glamoroso a un cadáver que, imposibilitado de persistir en la muerte, se ve obligado a deambular sin pulso, sin voluntad, puro despojo, pura necesidad insatisfecha. Porque eso es lo que son los muertos vivientes creados por el director norteamericano George Romero, hijos legítimos de aquella criatura animada por Víctor Frankenstein. Lejos de la lujuria del vampiro, donde lo que manda es la satisfacción de un deseo que tiene mucho de sensual, el zombi romeriano va sin rumbo, tratando de paliar una necesidad que es básica y primal: calmar un hambre sin límites. Desconectados de aquellos personajes de los filmes que en los años 40 y 50, a partir de leyendas del vudú haitiano, referían a cadáveres levantados de sus tumbas por una voluntad mágica que los controlaba, los zombis de Romero son víctimas de corrupciones surgidas del corazón mismo del progreso tal como lo concibe la cultura capitalista. Escapes radioactivos, mutaciones genéticas o epidemias de laboratorio son algunos de los orígenes que justifican el horror. Otras veces la elipsis sobre las causas del desastre es completa: el origen no importa, porque la semilla del mal siempre está en los mecanismos básicos de una sociedad cada vez menos humana. Como el personaje de Wollstonecraft, el zombi es a la vez monstruo y víctima.
Hace un par de semanas se estrenó en Buenos Aires Survival of the dead, sexta entrega de la saga de Romero sobre muertos ambulantes, rebautizada de forma inexplicable como La reencarnación de los muertos. Si bien se trata de la más floja de todas, el veterano director vuelve a demostrar que, más allá de ser un personaje eficaz a la hora de causar algún susto, la masa zombi es, como otros mitos, un símbolo útil para hablar de modo indirecto, poético a su manera, de los vivos.
El libro de los muertos. El filólogo español Jorge Fernández Gonzalo acaba de publicar Filosofía zombi (Anagrama, 2011), donde consigue construir interesantes relecturas de los trabajos de Romero. Organizado en capítulos que se ocupan de ellos de manera individual, Fernández Gonzalo profundiza la ya famosa referencia a la segregación racial, de la inaugural La noche de los muertos vivos, de 1968, pasando por la crítica al hiperconsumo (El amanecer de los muertos, 1978); la educación conductista (El día de los muertos, 1985); las insalvables distancias sociales del mundo neoliberal y la lucha de clases (La tierra de los muertos, 2005), o la dependencia mediática (El diario de los muertos, 2007). Filosofía zombi pone el acento sobre la figura del muerto viviente como símbolo de la creciente deshumanización de los lazos entre individuos, y no duda en recurrir a Freud, Deleuze, Lacan o Barthes para soportar su análisis. Lo más interesante que aporta el libro del filólogo español, es la certeza de que. como humo sobre el agua, el hombre actual se encuentra alienado intentando satisfacer necesidades ilusorias, alimentadas por un mundo virtual de publicidades, marcas y productos, más que en trabar contactos humanos reales.
Y así como para el zombi nada más existe un hambre que sólo puede saciar la carne humana, el hombre moderno ha dejado de desear -porque el deseo involucra el reconocimiento de un otro-, para aislarse en estas necesidades ante las que se es único, solitario y final. En este punto es donde tal vez todos podríamos decir, a la manera de Flaubert: “Los zombis somos nosotros”.
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Versión ampliada del artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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