domingo, 10 de abril de 2011

ENTREVISTA - Edgardo Cozarinsky: Un montaje entre memoria y ficción.

A finales del siglo XIX, cuando el mundo se debatía (como siempre) entre civilización y barbarie, algunas tribus de pigmeos africanos entraban por primera vez en contacto con esos expedicionarios muy poco amables, que venían desde Europa para estudiarlos casi con tanta curiosidad como la que ellos mismos sentían frente a esa gente alta y descolorida. Sin embargo les resultó menos sorprendente esa piel lechosa que casi les dejaba la carne al descubierto, que algunas de las cosas que esos hombres traían entre sus herramientas. Entre ellas hubo una que causó una particular reacción entre los pigmeos. Se trataba de un aparejo poco elegante, apenas una caja con piernas de avestruz y un único ojo en medio del pecho, que al mirar fijamente era capaz de copiarlo todo con tanto detalle como sólo se lo habían visto hacer al agua cuando está dormida. A los pigmeos los aterrorizó la fotografía. Creyeron que aquel ingenio les iba robando el alma con cada nuevo retrato. Curiosamente, lo primero que supe de Edgardo Cozarinsky cuando le escribí para solicitarle una entrevista, es que debía aceptar la condición de hacerla sin fotógrafos presentes. Enseguida pensé en África.
Cozarinsky acaba de publicar una nueva novela, La tercera mañana, en la que su protagonista parece hacer un balance personal a partir del recuerdo de tres noches que, como todas, acaban en tres mañanas que resultan significativas dentro de la historia de su propia vida. La adolescencia, la juventud y la madurez vistas desde aquellas noches entrando en el día, como sucesivos pasos de una larva pasando de un capullo a otro y que tal vez nunca llegue a hacerse insecto.

–Usted tardó bastante en editar su primer libro de ficción, teniendo en cuenta que Vudú urbano apareció recién a mediados de los ’80, y el siguiente, La novia de Odessa, cerca del año 2000.
Vudú urbano es un libro que se fue formando solo, por agregación de notas, de textos breves que había ido escribiendo. Antes nunca había tenido coraje de terminar lo que escribía, por miedo a publicar, porque eso significa enfrentarse con el público, con el decir: “Bueno, yo hice esto, doy la cara, pongo el cuerpo y si quieren tirar, tiren contra mí.” Después ocurrió que en el ’99 estuve muy enfermo, creí que era el final, y estando en el hospital me puse a escribir los primeros cuentos de La novia de Odessa. La enfermedad me dio un empuje bárbaro para salir adelante, y después para decir “tengo que organizar mi vida, tengo que hacer lo que realmente tengo ganas y dejar de perder el tiempo en pavadas”. Las cosas se aceleraron y los libros fueron saliendo: no es que los tuviera preparados. De alguna manera las cosas estaban almacenadas.
–En ese tiempo en que no publicaba, tuvo más experiencia como director de cine.
–Experiencia no sé si será la palabra. Sí hay tres o cuatro películas que rescataría, pero era más bien una ocupación… Ahora escribo todos los días para mantenerme vivo, pienso que mientras sigua escribiendo seguiré vivo, lo cual no significa que vaya a dejar de hacer cine. Pero tampoco tengo ganas de hacerlo dentro de un esquema tradicional o convencional, ¿no? El año pasado hice Apuntes para una biografía imaginaria y ahora estoy preparando otra que se llama Nocturno, que continúa un poco esa veta. Ambas integran la parte uno y dos de algo que seguramente va a tener tres partes y que es un capricho, porque es la típica creación cinematográfica que se hace al margen de las estructuras de la industria pesada.
–Bernard Shaw escribió que “las mejores autobiografías son confesiones. Pero si un hombre es un escritor profundo, entonces todas sus obras son confesiones.” ¿Hay algo de eso detrás de sus libros?
–Hay una parte de eso, pero a mí me gusta jugar mezclando cosas de mi experiencia vivida con otras completamente inventadas. Pero no lo hago como un recurso para esconder o disimular lo verdadero entre la ficción, sino que simplemente pienso que lo que uno imagina es parte de la experiencia, porque aquello que imagino corresponde a una parte de mí y otra persona imaginará otra cosa. Entonces, aún lo que yo imagino es parte de mi experiencia, de mi vivencia. Lo imaginario, lo inventado es tal vez como lo vivido.
–De allí viene el título de su película.
–Bueno, sí. Qué te voy a decir: muchas de esas cosas corresponden a lo que me hubiese gustado que pasara. Y lo que me hubiese gustado que pasara es mío: si no ocurrió como experiencia vivida, ocurrió como deseo, y ese deseo es mío. Después todo está mezclado. No me interesa la confesión por la confesión, para nada: me interesa inventar, pero lo hago a partir de cosas que me han pasado o que conozco, y después el entramado es a veces tan fuerte que yo mismo no llego a hacer la distinción entre uno y otro.

Hablar del último libro de Cozarinsky inevitablemente lleva a cualquiera de sus trabajos anteriores, porque en todos ellos, como en sus películas, suele pulsar las cuerdas del tiempo y la memoria, que cruzadas por la ficción devienen en memorias y tiempos múltiples, siempre distintos. Como algunos dioses, los libros de Cozarinsky son únicos y todos a la vez.

–Las referencias temporales también son una marca en sus libros.
–A mí me interesa mucho el pasado, porque es como la reserva ecológica donde todavía permanecen cosas que han desaparecido. Para mí el presente es muy difícil de novelar, me parece que es algo que se escapa entre los dedos. En cambio, del pasado uno va tomando cosas que se dejan manejar y que las encuentro con una cierta extrañeza, porque ya no existen. Son como pedazos de un meteorito que han quedado en la tierra.
–En el libro 120 historias de cine, Alexander Kluge escribió: “No tengo derecho de propiedad alguno sobre el presente, pero los pasados me pertenecen. […] Me da miedo que se pinte el futuro mejor de lo que es.”
–“Me da miedo que se pinte el futuro mejor de lo que es”: es brutal pero es cierto. Yo siempre desconfié de los redentorismos, de “los mañanas que cantan”. No sé qué será el futuro ni qué nos espera, pero es como la enfermedad: cuando aparece una droga que la vence, aparece otra que toma su lugar. Hay una necesidad de enfermedad y creo que todos los desastres de la historia se van suplantando unos a otros. Hoy ya no se habla de guerras mundiales, pero todo el mundo está en guerra. Son guerras parciales. Jünger tiene una frase muy interesante: “En el futuro todas las guerras serán guerras civiles.” En fin, vamos a ver qué nos depara Libia hoy, pero si interviene Estados Unidos, nada bueno puede pasar.
–En uno de sus cuentos incluidos en el libro ¡Burundanga! escribió: “¡Ah, si ‘el amor que no osa decir su nombre’, hoy que ha osado decirlo pudiera dejar de vociferarlo por un instante…!” ¿Qué piensa de la mediatización de la homosexualidad?
–Creo que hay un lado positivo y otro negativo, de nuevo. Por un lado es espléndido que se termine con la discriminación. Por otro lado se convierte en una cosa políticamente correcta y como todo lo políticamente correcto, se vuelve un cliché. Durante mucho tiempo en las películas estadounidenses no se podía presentar a un negro como personaje negativo, porque era racista. Pasó mucho tiempo hasta que pudo presentarse a mafiosos negros. Ahora pasa lo mismo con los homosexuales: antes eran personajes ridículos, se asociaba homosexualidad con afeminamiento, eran caricaturas. Ahora todos los homosexuales son nobles, lindos, sufridos. Y va a pasar mucho hasta que vuelva a aparecer el homosexual malo y perverso como personaje de ficción. En el cine estoy hablando.
–¿Y en la realidad?
–En la realidad la ley del matrimonio universal, por ejemplo, a mí me parece totalmente ridícula, porque se ha luchado tanto tiempo por que se reconozca la diferencia y ahora se lucha por el derecho a la igualdad. Alguien me dijo hace poco, no recuerdo quién, que eso es totalmente cierto, pero que nadie obliga a los homosexuales a casarse, como nadie obliga a las mujeres a abortar ni a los matrimonios a divorciarse. Que si existe la ley de divorcio, la despenalización del aborto y la ley de matrimonio universal, se acabó la discriminación. Lo que pasa es que a mí el matrimonio me parece una institución funesta para todo el mundo.
–Usted mencionó recién el título de su próximo film, Nocturno. Y la noche es otro de los mundos en que los personajes de sus libros y películas habitan todo el tiempo. ¿Qué es lo que sigue buscando en la noche?
–Creo que eso es herencia del romanticismo alemán. La noche es un lugar íntimo y el día el lugar social. La luz iguala todo, la penumbra quita relieve. Nocturno va a ser una película cuya banda de sonido va a estar íntegramente construida con poesía: va a haber Hölderlin, Novalis, Robert Frost. Mucha poesía en off; dicha, no declamada. Y hay un personaje que circula por toda la ciudad, de noche, viendo, entreviendo, imaginando cosas distintas. Pero en uno de los textos que no son citas de poesía, sino un texto que escribí yo, dice algo así como: “Nosotros, los de la noche, nos reconocemos. Cuando otros van a refugiarse en la paz engañosa del hogar, nosotros salimos a confrontarnos con esa verdad que la luz oculta y la oscuridad revela.”
–También escribió que los recuerdos en la memoria están ligados con el mismo mecanismo del montaje en las películas. Si una película puede montarse de mil maneras, ¿con los mismos recuerdos pueden montarse diferentes memorias?
–¡Uh, totalmente! Pero no de manera deliberada: la memoria va eligiendo. Así como cancela cosas que quiere borrar, va privilegiando otras. Los últimos años de vida de mi madre, en los que lentamente se iba hundiendo en la senilidad, yo le preguntaba cosas del pasado –algunas inverificables, porque eran anteriores a mi recuerdo– y lo que ella recordaba era distinto de lo que yo recordaba. Y no sé si era la senilidad o, al contrario, si recordaba muy bien y era mi memoria de adulto la que había cancelado cosas porque le resultaban incómodas. Cuando se realiza un montaje, uno elige algunas cosas y deja otras fuera. Es muy difícil saber hasta qué punto la memoria opera de ese modo.
–Entonces cuando uno escribe o hace cine, trabaja como esa memoria: uno elige qué conserva y qué descarta.
–Escribir es ir eligiendo, hacer un montaje. Lo ideal es que lo que se elige parezca la punta de un iceberg y que el lector sospeche que hay nueve décimas debajo. Eso le da cierto poder, cierta densidad a la ficción. Pero tiene que ver con distintas maneras de concebir la escritura. Para mí es escribir y después ordenar, cortar, cambiar de lugar. Montar, casi cinematográficamente. Y pienso que hay cosas que una vez que las escribo, me libero de ellas.

Cozarinsky me sugiere amablemente que dejemos el resto de mis preguntas para otra oportunidad. Me agradece la gentileza de haber pensado en él y me despide, mientras me presenta a otro hombre que de inmediato ocupa mi silla y siguen con una charla que seguramente es la continuación de alguna también pendiente, como la que acabamos de dejar. Por la tarde Cozarinsky me envía por correo varias fotos, entre ellas una bellísima, en la que se lo ve muy joven mientras escribe con la ayuda de la luz que iluminaba París una mañana de hace casi 40 años. Pienso que tal vez él tampoco quiera regalarles más pedazos de su alma a los fotógrafos y prefiera reservar lo que le queda para sus próximos libros. Pero seguramente me equivoco.


Publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

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