domingo, 10 de abril de 2011

ENTREVISTA - Edgardo Cozarinsky: Un montaje entre memoria y ficción.

A finales del siglo XIX, cuando el mundo se debatía (como siempre) entre civilización y barbarie, algunas tribus de pigmeos africanos entraban por primera vez en contacto con esos expedicionarios muy poco amables, que venían desde Europa para estudiarlos casi con tanta curiosidad como la que ellos mismos sentían frente a esa gente alta y descolorida. Sin embargo les resultó menos sorprendente esa piel lechosa que casi les dejaba la carne al descubierto, que algunas de las cosas que esos hombres traían entre sus herramientas. Entre ellas hubo una que causó una particular reacción entre los pigmeos. Se trataba de un aparejo poco elegante, apenas una caja con piernas de avestruz y un único ojo en medio del pecho, que al mirar fijamente era capaz de copiarlo todo con tanto detalle como sólo se lo habían visto hacer al agua cuando está dormida. A los pigmeos los aterrorizó la fotografía. Creyeron que aquel ingenio les iba robando el alma con cada nuevo retrato. Curiosamente, lo primero que supe de Edgardo Cozarinsky cuando le escribí para solicitarle una entrevista, es que debía aceptar la condición de hacerla sin fotógrafos presentes. Enseguida pensé en África.
Cozarinsky acaba de publicar una nueva novela, La tercera mañana, en la que su protagonista parece hacer un balance personal a partir del recuerdo de tres noches que, como todas, acaban en tres mañanas que resultan significativas dentro de la historia de su propia vida. La adolescencia, la juventud y la madurez vistas desde aquellas noches entrando en el día, como sucesivos pasos de una larva pasando de un capullo a otro y que tal vez nunca llegue a hacerse insecto.

–Usted tardó bastante en editar su primer libro de ficción, teniendo en cuenta que Vudú urbano apareció recién a mediados de los ’80, y el siguiente, La novia de Odessa, cerca del año 2000.
Vudú urbano es un libro que se fue formando solo, por agregación de notas, de textos breves que había ido escribiendo. Antes nunca había tenido coraje de terminar lo que escribía, por miedo a publicar, porque eso significa enfrentarse con el público, con el decir: “Bueno, yo hice esto, doy la cara, pongo el cuerpo y si quieren tirar, tiren contra mí.” Después ocurrió que en el ’99 estuve muy enfermo, creí que era el final, y estando en el hospital me puse a escribir los primeros cuentos de La novia de Odessa. La enfermedad me dio un empuje bárbaro para salir adelante, y después para decir “tengo que organizar mi vida, tengo que hacer lo que realmente tengo ganas y dejar de perder el tiempo en pavadas”. Las cosas se aceleraron y los libros fueron saliendo: no es que los tuviera preparados. De alguna manera las cosas estaban almacenadas.
–En ese tiempo en que no publicaba, tuvo más experiencia como director de cine.
–Experiencia no sé si será la palabra. Sí hay tres o cuatro películas que rescataría, pero era más bien una ocupación… Ahora escribo todos los días para mantenerme vivo, pienso que mientras sigua escribiendo seguiré vivo, lo cual no significa que vaya a dejar de hacer cine. Pero tampoco tengo ganas de hacerlo dentro de un esquema tradicional o convencional, ¿no? El año pasado hice Apuntes para una biografía imaginaria y ahora estoy preparando otra que se llama Nocturno, que continúa un poco esa veta. Ambas integran la parte uno y dos de algo que seguramente va a tener tres partes y que es un capricho, porque es la típica creación cinematográfica que se hace al margen de las estructuras de la industria pesada.
–Bernard Shaw escribió que “las mejores autobiografías son confesiones. Pero si un hombre es un escritor profundo, entonces todas sus obras son confesiones.” ¿Hay algo de eso detrás de sus libros?
–Hay una parte de eso, pero a mí me gusta jugar mezclando cosas de mi experiencia vivida con otras completamente inventadas. Pero no lo hago como un recurso para esconder o disimular lo verdadero entre la ficción, sino que simplemente pienso que lo que uno imagina es parte de la experiencia, porque aquello que imagino corresponde a una parte de mí y otra persona imaginará otra cosa. Entonces, aún lo que yo imagino es parte de mi experiencia, de mi vivencia. Lo imaginario, lo inventado es tal vez como lo vivido.
–De allí viene el título de su película.
–Bueno, sí. Qué te voy a decir: muchas de esas cosas corresponden a lo que me hubiese gustado que pasara. Y lo que me hubiese gustado que pasara es mío: si no ocurrió como experiencia vivida, ocurrió como deseo, y ese deseo es mío. Después todo está mezclado. No me interesa la confesión por la confesión, para nada: me interesa inventar, pero lo hago a partir de cosas que me han pasado o que conozco, y después el entramado es a veces tan fuerte que yo mismo no llego a hacer la distinción entre uno y otro.

Hablar del último libro de Cozarinsky inevitablemente lleva a cualquiera de sus trabajos anteriores, porque en todos ellos, como en sus películas, suele pulsar las cuerdas del tiempo y la memoria, que cruzadas por la ficción devienen en memorias y tiempos múltiples, siempre distintos. Como algunos dioses, los libros de Cozarinsky son únicos y todos a la vez.

–Las referencias temporales también son una marca en sus libros.
–A mí me interesa mucho el pasado, porque es como la reserva ecológica donde todavía permanecen cosas que han desaparecido. Para mí el presente es muy difícil de novelar, me parece que es algo que se escapa entre los dedos. En cambio, del pasado uno va tomando cosas que se dejan manejar y que las encuentro con una cierta extrañeza, porque ya no existen. Son como pedazos de un meteorito que han quedado en la tierra.
–En el libro 120 historias de cine, Alexander Kluge escribió: “No tengo derecho de propiedad alguno sobre el presente, pero los pasados me pertenecen. […] Me da miedo que se pinte el futuro mejor de lo que es.”
–“Me da miedo que se pinte el futuro mejor de lo que es”: es brutal pero es cierto. Yo siempre desconfié de los redentorismos, de “los mañanas que cantan”. No sé qué será el futuro ni qué nos espera, pero es como la enfermedad: cuando aparece una droga que la vence, aparece otra que toma su lugar. Hay una necesidad de enfermedad y creo que todos los desastres de la historia se van suplantando unos a otros. Hoy ya no se habla de guerras mundiales, pero todo el mundo está en guerra. Son guerras parciales. Jünger tiene una frase muy interesante: “En el futuro todas las guerras serán guerras civiles.” En fin, vamos a ver qué nos depara Libia hoy, pero si interviene Estados Unidos, nada bueno puede pasar.
–En uno de sus cuentos incluidos en el libro ¡Burundanga! escribió: “¡Ah, si ‘el amor que no osa decir su nombre’, hoy que ha osado decirlo pudiera dejar de vociferarlo por un instante…!” ¿Qué piensa de la mediatización de la homosexualidad?
–Creo que hay un lado positivo y otro negativo, de nuevo. Por un lado es espléndido que se termine con la discriminación. Por otro lado se convierte en una cosa políticamente correcta y como todo lo políticamente correcto, se vuelve un cliché. Durante mucho tiempo en las películas estadounidenses no se podía presentar a un negro como personaje negativo, porque era racista. Pasó mucho tiempo hasta que pudo presentarse a mafiosos negros. Ahora pasa lo mismo con los homosexuales: antes eran personajes ridículos, se asociaba homosexualidad con afeminamiento, eran caricaturas. Ahora todos los homosexuales son nobles, lindos, sufridos. Y va a pasar mucho hasta que vuelva a aparecer el homosexual malo y perverso como personaje de ficción. En el cine estoy hablando.
–¿Y en la realidad?
–En la realidad la ley del matrimonio universal, por ejemplo, a mí me parece totalmente ridícula, porque se ha luchado tanto tiempo por que se reconozca la diferencia y ahora se lucha por el derecho a la igualdad. Alguien me dijo hace poco, no recuerdo quién, que eso es totalmente cierto, pero que nadie obliga a los homosexuales a casarse, como nadie obliga a las mujeres a abortar ni a los matrimonios a divorciarse. Que si existe la ley de divorcio, la despenalización del aborto y la ley de matrimonio universal, se acabó la discriminación. Lo que pasa es que a mí el matrimonio me parece una institución funesta para todo el mundo.
–Usted mencionó recién el título de su próximo film, Nocturno. Y la noche es otro de los mundos en que los personajes de sus libros y películas habitan todo el tiempo. ¿Qué es lo que sigue buscando en la noche?
–Creo que eso es herencia del romanticismo alemán. La noche es un lugar íntimo y el día el lugar social. La luz iguala todo, la penumbra quita relieve. Nocturno va a ser una película cuya banda de sonido va a estar íntegramente construida con poesía: va a haber Hölderlin, Novalis, Robert Frost. Mucha poesía en off; dicha, no declamada. Y hay un personaje que circula por toda la ciudad, de noche, viendo, entreviendo, imaginando cosas distintas. Pero en uno de los textos que no son citas de poesía, sino un texto que escribí yo, dice algo así como: “Nosotros, los de la noche, nos reconocemos. Cuando otros van a refugiarse en la paz engañosa del hogar, nosotros salimos a confrontarnos con esa verdad que la luz oculta y la oscuridad revela.”
–También escribió que los recuerdos en la memoria están ligados con el mismo mecanismo del montaje en las películas. Si una película puede montarse de mil maneras, ¿con los mismos recuerdos pueden montarse diferentes memorias?
–¡Uh, totalmente! Pero no de manera deliberada: la memoria va eligiendo. Así como cancela cosas que quiere borrar, va privilegiando otras. Los últimos años de vida de mi madre, en los que lentamente se iba hundiendo en la senilidad, yo le preguntaba cosas del pasado –algunas inverificables, porque eran anteriores a mi recuerdo– y lo que ella recordaba era distinto de lo que yo recordaba. Y no sé si era la senilidad o, al contrario, si recordaba muy bien y era mi memoria de adulto la que había cancelado cosas porque le resultaban incómodas. Cuando se realiza un montaje, uno elige algunas cosas y deja otras fuera. Es muy difícil saber hasta qué punto la memoria opera de ese modo.
–Entonces cuando uno escribe o hace cine, trabaja como esa memoria: uno elige qué conserva y qué descarta.
–Escribir es ir eligiendo, hacer un montaje. Lo ideal es que lo que se elige parezca la punta de un iceberg y que el lector sospeche que hay nueve décimas debajo. Eso le da cierto poder, cierta densidad a la ficción. Pero tiene que ver con distintas maneras de concebir la escritura. Para mí es escribir y después ordenar, cortar, cambiar de lugar. Montar, casi cinematográficamente. Y pienso que hay cosas que una vez que las escribo, me libero de ellas.

Cozarinsky me sugiere amablemente que dejemos el resto de mis preguntas para otra oportunidad. Me agradece la gentileza de haber pensado en él y me despide, mientras me presenta a otro hombre que de inmediato ocupa mi silla y siguen con una charla que seguramente es la continuación de alguna también pendiente, como la que acabamos de dejar. Por la tarde Cozarinsky me envía por correo varias fotos, entre ellas una bellísima, en la que se lo ve muy joven mientras escribe con la ayuda de la luz que iluminaba París una mañana de hace casi 40 años. Pienso que tal vez él tampoco quiera regalarles más pedazos de su alma a los fotógrafos y prefiera reservar lo que le queda para sus próximos libros. Pero seguramente me equivoco.


Publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 8 de abril de 2011

CINE - Apertura del BAFICI 13 (Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires): La cultura en tiempos de Macri

Foto tomada del sitio www.OTROSCINES.com
La velada transcurría amena: la apertura del Bafici es un ámbito festivo, celebratorio de ese ritual necesaria y gratamente compartido que es siempre el cine. Charlas de colegas matizando la espera, esa ansiedad que antecede la víspera de cualquier esperanza: directores, periodistas, actores y productores, todos felices de simplemente estar ahí, a la espera de que la misa de luz y sombras al fin comience. De pronto la sala del magnífico teatro 25 de Mayo -recuperado por los vecinos del barrio de Villa Urquiza y casi exPROpiado por la actual gestión política de la ciudad- se queda a oscuras. Un cañonazo de luz sobre el escenario certifica que la hora llegó: entrando por la derecha, el ministro de Cultura porteño Hernán Lombardi entra en escena, seguido por Sergio Wolf, máximo responsable del festival desde hace cuatro ediciones. La recepción no es calurosa, ni deja de serlo.
Con habilidad de actor consagrado, Lombardi toma el micrófono inalámbrico que hasta entonces reposaba en su soporte. Wolf en cambio queda encadenado al cable del suyo. Con voz engolada el Ministro comienza lo que espera será un carismático discurso de bienvenida: a los presentes en la sala, a la nueva edición del festival; al cine mismo. Apenas consigue iniciar la primera frase cuando, por la escalera que une la sala con el escenario, dos personas le atragantan la inspiración. Piden permiso para subir y uno de ellos avanza con el brazo extendido y algo en su mano (¿Un grabador? ¿Otro micrófono? ¡¿Un arma?!), algo que el Ministro cree que es para él y se estira para alcanzarlo. Centímetros antes de que las manos consigan hacer contacto, el otro retira la suya, como si se tratara de una clásica rutina cómica y entonces todos reconocen al actor Luis Ziembrowski.
En el auditorio se escuchan risas: la primera idea que aparece es que el Bafici ha querido en 2011 disfrazarse de Hollywood, matizando la ceremonia con algún tipo de sketch a lo Videomatch que deje claro cuál es la base del proyecto cultural del PRO. Pero Ziembrowski se pone los anteojos (era eso lo que traía en la mano) y volviendo a pedir permiso, esta vez al auditorio, comienza a leer a voz en cuello un texto que nada tiene de teatral. Se trata de una lista que enumera el atraso en los pagos de los sueldos de los cuerpos de teatro de la ciudad, la falta de contratos en regla en el Teatro San Martín y el mal estado de la infraestructura teatral en general. Cómo lo cortés no quita lo valiente, el Ministro le ofrece a Ziembrowski su inalámbrico, para que ambas voces -al menos desde lo formal- estén en el mismo plano, pero el intruso declina de aceptar el ofrecimiento y continua hablando fuerte y claro, para que nadie en todo el recinto se quede sin saber de qué se trata. Queda claro cuál de los dos es el verdadero actor. La lista sigue. Se pronuncian las palabras maltrato, incumplimiento, respeto y no deja de mencionarse el conocido conflicto con los empleados del Teatro Colón. El orador se quita los anteojos (su arma), se guarda el papel en un bolsillo y dando las gracias hace mutis, descendiendo nuevamente al anonimato de la sala llena.
Aplausos. Tantos que Lombardi deberá esperar más de un minuto antes de que el silencio lo habilite a improvisar una respuesta: todos los contratos del San Martín están en regla, dice. Alguien desde el fondo conmina al ministro a devolver la plata, mientras un grupo de más de 30 se levantan y se van, dejando al Ministro con su respuesta partida al medio.
Comenzó el Bafici. ¡Larga vida al Bafici!


Artículo publicado originalmente en las sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

Exposición de Louise Bourgeois en Fundación Proa: Una amiga de U2 en Buenos Aires

Por la Argentina pasó un huracán, pero esta vez –por una vez- el epicentro, el ojo de la tormenta no estuvo sobre Buenos Aires. En La Plata, la oblicua, la banda de rock que hoy por hoy y libra por libra es la más grande del mundo, dejó un tendal de fanáticos con sus cabezas partidas, derramando lo que quedó de ellos por esas diagonales que convierten a la ciudad en un laberinto para forasteros. Los irlandeses U2 brindaron tres shows en los que nadie parece haber sido defraudado y acrecentaron su fama de hacedores de espectáculos inolvidables. Eso, se dirá a esta altura, lo sabe todo el mundo, de la misma manera en que ya nadie ignora que además de su música, la gran estrella de sus presentaciones fue el escenario futurista cuyo nombre de entrecasa es La Garra. Lo que pocos saben es que mientras ellos hacían saltar a la Argentina completa en el lujoso Estadio Único, en la República de La Boca, en el espacio que ocupa frente al Riachuelo la Fundación Proa, una gigantesca araña metálica ponía en evidencia que esa Garra tiene una madre.
Bajo el título de El retorno de lo reprimido, la Fundación Proa exhibe una exquisita selección de trabajos de la francesa Louise Bourgeois, artista multifacética a quien por convención podría definirse principalmente como escultora, aunque muchas de sus obras sean dibujos, pinturas, instalaciones, textos y bordados, que exceden por mucho la rigidez de una única categoría. Cualquier intento por clasificarla resulta entonces tan incompleto como reductivo, limitante y, sobre todo, innecesario. Será que Bourgeois representa cabalmente la figura del artista total y una visión orgánica del arte, en donde lo genérico no es una frontera cerrada, sino una puerta entreabierta por la cual aventurarse en resonantes espacios familiares. Será por eso que no sorprende encontrar algunos dibujos trazados sobre hojas pentagramadas, como si de ese modo también expandiera su obra hasta el etéreo universo de la música.
Pero si de música se trata, allí están otra vez los U2 y su Garra bourgeoiseana, inspirada en la bestial madre de hierro, esa araña que parece inclinarse a parir sus huevos de mármol ahí, en la vereda misma de la Fundación. No es aventurada la relación entre ambas estructuras, sobre todo sabiendo la admiración que el propio Bono ha manifestado en más de una ocasión por la obra de Bourgeois. Pero si no alcanza con oponer foto contra foto para que la monumental Maman (tal es el nombre original de la araña; literalmente “Mamá” en castellano) reclame la patria potestad de la acromegálica garra rockera, tal vez sea suficiente arrojar sobre la mesa la última foto que el cantante irlandés se tomó el año pasado junto a su admirada Louise, en el atelier neoyorkino de la artista. Y si tampoco eso bastara -porque siempre hay quien quiere una última prueba de la existencia de Dios-, tal vez sea definitiva la visita que el propio The Edge (mejor conocido como “el guitarrista de U2”) realizó a la sede de Proa, para recorrer integro la exhibición de El retorno de lo reprimido, según confirman los responsables de la Fundación, que todavía se lamentan por la negativa del Guitar Hero a permitir que las cámaras perpetuaran ese momento mágico. Después de eso, ¿qué importa que Bono haya querido disimular lo evidente, declarando (demagógico) en su paso por España, que el diseño de La Garra esta más influenciado por la estética del arquitecto catalán Antoni Gaudí, que por las arañas de Bourgeois? ¡Dale, Bono!
El recorrido de El retorno de lo reprimido, al cuidado de su curador Phillip Larratt-Smith, propone un espacio onírico de fantasías que irrumpen sin aviso en la realidad. Fantasías que, como si de una visión psicoanalítica se tratara, conservan el trazo entre monstruoso e hipnótico de los recuerdos nebulosos de la infancia. Si al comienzo esa araña parturienta recibe a los visitantes en la puerta misma de la fundación (y una hermana menor los aguarda en la primera sala, pronta a desovar dentro de una enorme jaula cilíndrica, en cuyo centro se ubica una silla que espera blandamente la descarga), no sorprenderá encontrar en el camino una profusión de objetos que remiten de manera directa a lo fálico, lo mamal o lo escatológico. Janos colgantes como glandes bífidos; espejos curvos que devuelven la realidad retorcida por el filtro de lo deforme; orgiásticos muñecos de trapo, mutilados y tullidos, que insisten en trenzarse en sugestivos abrazos; textos que desbordan sublimadas fantasías, y la certeza, de puño y letra, de que El arte es garantía de cordura, forman parte de ese recorrido oscuro pero vital. En el medio, la más compleja de las obras expuestas: Cuarto Rojo (Padres). Se trata de una habitación matrimonial cercada por un vallado circular de puertas, que abrazadas como piqueteros impiden asomarse hacia adentro de manera directa. Obligado a escudriñar por rendijas, cerraduras o espejos, el visitante sólo puede tener una mirada fragmentaria y dirigida del interior de ese cuarto rojo, el de los padres, donde Bourgeois se permite sugerir fantasmas hasta con las sombras intencionadas de los objetos que lo habitan. Lo que cualquier chico busca, ni más ni menos, al espiar la habitación prohibida, esa de los ruidos (y los ritos) nocturnos, en el intento por saciar esa pulsión curiosa sin la cual El retorno de lo reprimido no tendría razón de ser. Y con ello, el mundo entero.

Información sobre la muestra


La exposición de obras de Louise Bourgeois, El retorno de lo reprimido, puede ser visitada hasta el 19 de Junio, de martes a domingos y de 11 a 19 horas, en la sede de la Fundación Proa, Av. Pedro de Mendoza 1929, en La Boca.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

CINE - Revolución, El cruce de los Andes, de Leandro Ipiña: Una cara nueva para José de San Martín

En un momento histórico en que todo pide ser revisado a conciencia, no es extraño que aparezca una película como Revolución, el cruce de los Andes, tratando de encontrarle un perfil nada menos que a la figura fundacional de la nación, aquel a quien no por nada se lo sigue llamando Padre de la Patria: el general José de San Martín. Si bien no es la primera vez que el prócer es enviado a repetir sus éxitos militares en la pantalla del cine –es ineludible mencionar El santo de la espada, de Leopoldo Torre Nilsson, que causó gran impacto en su tiempo, con Alfredo Alcón como protagonista y un gran elenco acompañándolo–, Revolución vuelve a provocar curiosidad. Una curiosidad entre infantil y orgullosa, esperable en aquellos que crecieron escuchando las hazañas de ese hombre inquebrantable y justo, estratega genial al nivel de Alejandro, Napoleón, Julio César o Aníbal de Cartago, que fue capaz de imaginar una campaña imposible a través de los Andes, con la que parió no una sino tres naciones para la posteridad. A todo eso responde de uno u otro modo Revolución, que marca además el debut cinematográfico para su director, Leandro Ipiña.
Lejos de intentar la tarea titánica de un relato biográfico amplio, Revolución elige hacer foco en el clímax de la vida pública del prócer, cuando contra todo decide cruzar hacia Chile por complicados pasos montañosos, para atacar al ejército realista, en lugar de esperarlo de este lado y no darle la ventaja de poder hacerse fuerte. Allí hay una primera marca de intención que sugiere que la película buscará centrarse en un relato de acción antes que político. Su segundo acierto consiste en evitar un narrador histórico, omnisciente y distante: lejos de querer contar desde el manual de escuela, Revolución elige otro, construido desde el barro. Se trata de Corvalán, un veterano del ejército de los Andes que en el año 1880 es entrevistado por un periodista que intenta encontrar una nota de color para adornar la noticia de la llegada al país de los restos del general desde Francia. El relato de este anciano, que en su adolescencia resulta haber oficiado de amanuense de San Martín durante la campaña, ofrece la posibilidad de una mirada íntima. Y si bien en algún momento la película traiciona esa elección, entregando retazos de la intimidad del héroe (al despedirse de su mujer o padeciendo los dolores de una úlcera en la soledad de su tienda de mando), no alcanza para arruinar el recurso.
Aunque la figura del prócer se encuentra menos sacralizada, acorde a los tiempos que corren y lejos del pringoso patrioterismo de otras épocas, Revolución no puede evitar caer en escenas que buscan aprovechar ese espíritu, pero consigue evitar incómodas exaltaciones nacionalistas. En el camino se permite alguna lograda escena de proto-western, unas bien producidas secuencias de batalla, impactantes planos aéreos de los Andes y algunos toques de humor, que intentan darle dimensión humana al perfil de un hombre cristalizado en el bronce. El trabajo de Rodrigo de la Serna es importante en ese sentido, ya que aporta un buen abordaje de la figura –aun a pesar de la extraña música de un acento que es a medias español y criollo– y el elenco mayormente lo acompaña con justa eficiencia. Sobre el final, las historias de Corvalán y la del héroe confluyen para dejar en claro que la Historia no es monopolio de los jetones, sino que se levanta sobre las espaldas de hombres sin rostro, cuyas voluntades se ofrecieron a la causa de la patria, tal vez sin saber muy bien qué es exactamente una patria. Doscientos años después, la discusión sigue abierta.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página 12.

domingo, 3 de abril de 2011

MUSICA - Ian Curtis, la división de la alegría: la huella del cantante de Joy Division

Hay hombres que son apenas nombres, ítems de una lista, otra línea anónima en una guía telefónica cuyo destino inevitable es alimentar el fuego del asado un domingo a la mañana. Pero hay nombres que son hombres. Y más: son memoria, fantasmas que cubren todo con su sombra, música sinfín como el eco en una catedral a la izquierda del pecho. Entre tantos que encajan en ese detalle, hay uno que tal vez no tenga encima el aparato publicitario de otros, al menos no en la Argentina, pero cuya sola mención conjura la figura del poeta maldito en tiempos de rock. Ian Curtis es, además del cantante de Joy Division (banda mítica de la escena posterior al estallido y decadencia del Punk en Inglaterra), una leyenda construida sobre el apotegma “vive rápido, muere joven”, que tantos héroes le ha dejado a la historia del arte.
Si Joy Division consiguió construir un sonido que fue un paso más allá de la escena Punk en la que se formó, fue en parte por el influjo del universo oscuro que Curtis aportó a la banda y que tanta ascendencia tuvo en bandas contemporáneas y posteriores a la suya. Y no era para menos: Curtis es un exponente muy potente de su tiempo. Hijo de una familia de case obrera de la ciudad de Manchester, el polo industrial por excelencia del Reino Unido, que en los años 70 se encontraba en una crisis profunda que regaba las calles de desempleo, Curtis fue parte de una sociedad devastada que sin embargo elegía a una Dama de Hierro para guiar los destinos del Reino. Casado a los 19 años y padre a los 22, en paralelo a sus sueños de poeta y roquero Curtis trabajaba justamente en una oficina de desempleo, atendiendo a esos miserables que invadían su ciudad. Además de la miseria, en esas dependencias públicas descubrió la epilepsia, mientras atendía a una joven desempleada que sufrió un ataque violento frente a él. Poco después la enfermedad comenzó a manifestarse en el propio Curtis. Y aunque no necesitaba una excusa, el atormentado muchacho terminó de abrir la puerta de su propio espiral hacia un infierno de miedos y culpas.
Alcanza con buscar un video en vivo de Joy Division en YouTube, para entender por qué Curtis cautivaba a esos jóvenes desahuciados a los que ya no les quedaba ni la furia revulsiva del Punk, que lentamente se iba apagando tras el traumático suicidio de Sid Vicious en un hotelucho de Nueva York. Alto, blanquísimo y de ojos cristalinos, bailando descontrolado, agitando sus huesos hasta casi confundir su danza con alguno de sus reiterados ataques epilépticos, que a veces también lo sorprendían en medio de un concierto, el joven Ian más que cantar recitaba cada canción con una voz tan profunda e hipnótica, como elegantemente desafinada. Atormentado por un matrimonio prematuro, una paternidad vivida con dolor, una enfermedad que gradualmente lo convertía en una marioneta viva pero sin titiritero, Ian Curtis dejó de tener esperanzas. La poesía que desbordan sus letras dan fe de esa mirada del mundo como lugar lejano y ajeno.
El 18 de Mayo de 1980, después de ver una película de Werner Herzog y escuchar un disco de Iggy Pop, Ian Curtis eligió resolver el mismo sus diferencias con la vida. En una época en donde las estrellas de rock son recortes de papel glacé adheridas a un firmamento de cartulina (de donde indefectiblemente se caen, más temprano que tarde, porque el pegamento es cada vez de peor calidad), hablar de Ian Curtis es hablar de un pasado de fantasmas extraños y conmovedores. Fantasmas que tienen más carne que aquellos que viven sin notar que la nave va.


Las vidas de Ian Curtis: Música, Libros y Cine

Discos

La música es un lenguaje ajeno a la palabra y tal vez por eso, por elusión, potentí- simo. Más allá de la poesía de Curtis, las canciones de Joy Division, en su oscuridad ("Atmosphere"), frenesí ("Transmission") o introspección ("She’s lost control"), no dejan de ser el reflejo de mundos cautivantes que de algún modo, si se los sabe escuchar, susurran al oído del auditorio un destino que ya muchos artistas habían abrazado antes de que Curtis se colgara del techo de la cocina, mientras escuchaba un disco de Iggy Pop -el gran idiota lúcido del rock. Dos discos (Unknown pleasures y Closer; o tres, si se cuenta la formidable antología Substance, editada algunos años después) alcanzan para saber que Ian Curtis cumpliría aquel destino de los artistas consumidos por la pasión y una mirada entre inocente y tremenda del mundo, ese espacio percibido como hostil al que cada persona es liberada al nacer. Si Curtis decidió terminar su paseo antes de tiempo, ahí están sus discos para reafirmar sus motivos 30 años después.

Películas

En su obsesión biográfica, el cine suele combinar lo elegíaco con el marketing y el conjunto de las visiones cinematográficas de la figura de Ian Curtis no escapa a esta dualidad. Partiendo de ahí, puede decirse que él y Joy Division tuvieron suerte. Un importante papel les toca en el film 24 hour party people, del británico Michael Winterbottom, que recrea la escena de Manchester de mediados de los 70 hasta los 90. Igual de rico es el documental Joy Division, de Grant Gee, que recorre la historia de la banda. Pero el más intenso de esos retratos es el que consigue Antón Corbjin en Control. Famoso por su trabajo como fotógrafo, Corbjin utiliza como base para su película el libro A Touching Distance, que Deborah Woodruffe, viuda de Curtis, escribió tras la muerte del cantante. Filmada en contrastado blanco y negro, y apoyada en la mimesis con que el actor Sam Riley se apoderó del personaje, Control desanda los casi cuatro años que van desde antes de que Curtis se una a Joy Division hasta su suicidio, de un modo casi documental. No hace falta decirlo (pero cómo evitarlo), la banda de sonido es perfecta.

Libro

No por oculta, la poesía con que Curtis desbordó las canciones de Joy Division es lo último que se descubre de ellas y tal vez el idioma sea el principal obstáculo. Una editorial curiosa como Caja Negra editó en 2008 un libro impecable. Se trata de Ian Curtis / Joy Division, donde tras una portada que imita el arte de tapa de la antología Substance, un grupo de cinco poetas rioplatenses se luce con reversiones, reescrituras antes que traducciones: Mariano Dupont, Andi Nachón, Walter Cassara, Violeta Percia y Roberto Echevarren rescatan para el castellano las letras de algunas canciones emblemáticas. Pueden leerse versos como: “Contemplás tu vida leyendo cicatrices” (“Exercise one”); o “Un grito de ayuda, un dejo de anestesia, el sonido de hogares que se rompen. / Solíamos encontrarnos en ese lugar” (“Colony”). Desde sus páginas, Curtis vuelve a desear “que este día / no dure más y nunca / te verás mostrando / tu verdadera edad, que pase” (“No love lost”). Curiosamente, el texto de la canción de más éxito de la banda no se encuentra entre los elegidos; aquel que desde la lápida del cantante le recuerda a quién acierte a pasar por ahí, que el amor siempre nos despedaza (otra vez).


Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.