jueves, 1 de noviembre de 2018

CINE - Entrevista a Albertina Carri, directora de "Las hijas del fuego": Albertina Carri no existe

Albertina Carri no existe. Albertina Carri es el seudónimo usado por un grupo de cuatro, seis… diez cineastas, para presentar las películas que cada una va filmando, haciéndole creer a la gente que en realidad son obra de una única y particular directora. Un truco de marketing cultural, una broma de intelectuales, una travesura artística para espantar a la burguesía. Eso es lo que podría pensar cualquier espectador desprevenido al que le dijeran que títulos de apariencia tan diversa como La rabia, Los rubios, Géminis o Cuatreros conforman la filmografía de una sola persona. Agregar a esa lista Las hijas del fuego, que se estrena hoy en los cines Gaumont, Malba y varios espacios Incaa de todo el país, podría ayudar a certificar esa versión.
Pero no es así: Carri no sólo existe, si no que sus películas comparten muchísimo más de lo que en apariencia las distancia. Todas se encuentran atravesadas por elementos comunes que van construyendo la identidad cinematográfica de esta directora, hija de padres desaparecidos, militante feminista, madre de un hijo e intelectual combativa, que consiguió hacer del cine una herramienta artística potenciada por su carácter político.
Las hijas del fuego, ganadora del premio a la Mejor Película de la Competencia Argentina en el últmo Bafici, es una road movie que acompaña a un grupo de mujeres en el recorrido que hacen por Ushuaia y sus alrededores, que también puede verse como síntesis esencial del cine de Carri. Manifiesto libertario de las luchas de género; diario íntimo abierto al público; ensayo sociológico; ejercicio gozoso de la puesta en escena que esta vez tiene el subrayado explícito del cine porno. Y es que este grupo de chicas (en el que siempre hay lugar para una más) no deja posición del Kama Sutra lésbico sin probar. Carri lo registra todo con mirada lúdica y aprovecha ese espíritu hedonista para convertir al film en un gran interrogante acerca de la representación de lo femenino, pero escapándole al estereotipo mercantil de la belleza. “La película es puro cuerpo, pura voluptuosidad, pero también una puesta a prueba de la trama tal como la conocemos”, dice Carri. “La puesta a prueba de una narración que se suelta, se pierde en representaciones, en discursos utópicos, en estados distópicos y que en definitiva se destruye a sí misma”, continúa. “Las hijas del fuego no es una búsqueda de certezas, sino un ir hacia una forma de estar en el mundo más poética”, apunta la directora.  

–En otras de sus películas indagó en el pasado en busca de respuestas. Pero esta vez parece aprovechar el carpe diem que transitan las protagonistas para ocuparse del presente.
–No sabría bien cómo responder a eso. Creo que si bien Cuatreros va hacia el pasado, lo hace para hablar de cómo ese pasado influye en este ahora. En el caso de Las hijas del fuego (me gusta la idea de tomar a las películas como casos: casos clínicos, casos policiales), el asunto tal vez no sea el presente sino más bien el futuro, que es una de mis obsesiones. Hace poco presenté una retrospectiva en otro país y me di cuenta que los finales de Cuatreros, Los Rubios y Barbie también puede estar triste, y la escena anterior al plano final de Las hijas del fuego son lo mismo. La idea de vínculos en sociedades comunitarias, en comunión con un presente que en principio nos expulsa y que nosotras habitamos para pensar un posible futuro.  
–Justamente Las hijas del fuego está armada a partir de un elenco que se multiplica a medida que el relato avanza, creando una comunidad. ¿Ese espíritu tuvo un correlato detrás de cámara, durante el rodaje?
–El rodaje fue caótico, como todo cine hecho sin presupuesto, pero también celebratorio. Si bien el elenco era grande, el equipo fue chico y eso generó una dinámica de colectivo que hizo que el proceso sea divertido. Al ser pocas para resolver mucho, todas hacíamos un poco de todo. Eso fue disolviendo los roles estancos y entramos en una lógica más colaborativa. Como directora fue un aprendizaje de paciencia (aunque esto es algo que un rodaje te pide siempre) y de lucidez, porque al haber tantas voces había que estar atenta a que las ideas no se disipen al punto de volverse inentendibles. Para que eso no ocurra mi faro fue la idea de la celebración de los afectos como pandemia. No hay nada más contagioso que el bienestar que da el afecto y esa idea organizó el relato y la producción.  
–¿Puede decirse que Las hijas del fuego funciona de algún modo como la búsqueda de un territorio en el cual refundar su cine?
–Supongo que sí, porque siempre me estoy refundando. Si no me aburro, lo cual a veces es agotador, pero digamos que aprendí a vivirlo con naturalidad. Cada una de mis películas es un recorrido por nuevos territorios que cada vez me obliga a diseñar nuevos mapas. El de Las hijas del fuego es el territorio del cuidado y del goce.  
–El tema de la representación es central en la película, porque ahí está la raíz de la construcción de cualquier identidad. Pero cuando alguna identidad se encuentra en su propio proceso de construcción, representarla se vuelve complejo. ¿Cómo resolvió el dilema de representar a aquello que se resiste a ser representado?
–Bueno, poner en imagen eso que no ha sido representado es una de las premisas de la película. Vivimos en un presente donde la catarata de imágenes a la que estamos expuestas a diario es tal, que parece que todo está representado. Y en tal caso esta película se pregunta eso: ¿qué es eso que no está representado? ¿Qué significa ese silencio? ¿Dónde nos ubica esa falta de imágenes? ¿Cuáles son las imágenes que faltan y por qué? No creo que Las hijas del fuego pueda dar respuestas, pero sí al menos abrir esas preguntas y ser parte de un debate necesario sobre el cine y la cultura, pero también sobre los cuerpos y las identidades como reflejo indiscernible de esa cultura.  
–Usted realiza un retrato de un universo lésbico muy distinto del que han hecho otros directores que no se apartaron del imaginario de las lesbianas para “machos”, que son como princesitas perfectas. Las hijas del fuego en cambio busca otros modelos de belleza. ¿Se trata de un gesto liberador?
–Sí, un sí contundente. Estoy convencida de que las imágenes de esta película liberan, porque quitan las capas de dominación y violencia con las que cargamos los cuerpos de las mujeres. Las mujeres como madres, como putas o como objeto de goce de otros. Una vez estaba con unas amigas fumando en una esquina de la calle Corrientes y en eso pasa en taxi un actor muy conocido y nos grita: “¿Solitas?”. A lo que yo le contesté: “Solito vos, yo estoy con ellas”. La anécdota es ingenua y no tiene tantos años, no es de la prehistoria aunque suene como tal. Lo curioso de esa idea es que si en un grupo de personas no hay un hombre en el medio, estamos solas. Las imágenes de Las hijas del fuego demuestran casi de modo científico que no estamos solas, más bien lo contrario: estamos muy bien acompañadas entre nosotras, entendiéndonos y refundándonos. Y eso es muy liberador.  
–El porno es un género demonizado tanto por derecha como por izquierda. De un lado se lo acusa de pecaminoso y obsceno, del otro de instrumento de explotación que perpetúa el staus quo machista. ¿En qué punto se paró usted para usarlo como herramienta de representación?
–Hace años le doy vueltas al género con distintos tipos de intervenciones, con material de archivo (Pets) y con animación (Barbie), porque es algo que me intriga del cine en particular y de la política en general. ¿Qué se hace con lo que nos resulta abyecto? Digamos que como tengo una consciencia libertaria y el prohibicionismo nunca me parece una solución, intenté sacarle ese velo moralista que le imprime la derecha, como si un cuerpo que goza fuera un cuerpo enfermo, cuando es todo lo contrario. Y por otro lado intente resignificar sus imágenes como posible fuente de goce para mujeres. Porque las mujeres también tenemos derecho al vouyerismo, si así lo deseamos.  
–Está claro que la película tiene una intención provocadora, ¿pero no teme que se la intente reducir a la categoría de mera provocación?
–Sería una forma maliciosa de descalificar algo que te inquieta o te incomoda o te descoloca o te sacude. Pero esa interpretación me excede. Esa y todas las que se hagan. En todo caso, ese es el riesgo cuando se provoca. Soltar una película provocadora siempre tiene el riesgo del vituperio o el ditirambo, que son peligrosos y producto de una mala educación respecto al cine. Nos hicieron creer que eso que vemos es un todo, cuando en realidad no es más que una parte, pero que ni siquiera se sabe parte de qué.  
–¿Por qué siendo una ficción que logra poner en escena de forma explícita y clara una cantidad de temas, de nuevo elige subrayarla con la palabra?
–Porque me gustaba la idea de la voz en off como otra dimensión erótica. El discurso de la protagonista va y viene, por momentos es conceptual, en otros es pura poesía y a veces hasta se torna narrativo. Esa vacilación me parece necesaria, ese poner en escena las dudas desde una masturbación mental. Y también pensar esa masturbación, el dejarse avasallar por ese cúmulo de ideas variables como una forma de erotismo. Es parecido a lo que pasa con los cuerpos en las escenas de sexo: en la película hay una búsqueda de la voluptuosidad, tanto en los paisajes como en los cuerpos, en las relaciones o en el territorio de la palabra.  
–La última escena de la película es un gran plano secuencia que cierra con una masturbación a pantalla completa de más de cinco minutos y se parece mucho a una declaración de principios. 
–Al principio esa escena no era el cierre, sino una más dentro de la película. Recién cuando la filmé me di cuenta de que era el final de esa odisea de chicas poliamorosas. Pero no por la masturbación misma, sino porque lo que esa actriz le entrega a la cámara tiene un poder político, una potencia vital y una materialidad tal que justifica todo el desparramo de goces y voces anterior. Para mí ese final es un bucle, una incertidumbre, la carencia total de certezas y, por tanto, la entrega a otros modos de percepción del mundo. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

1 comentario:

Son ocho los monos dijo...

Horrible, pretenciosa, eso de espantar a la burguesía es más viejo que la rueda.