
Enmarcada en el paisaje vasto y solitario del oeste rural, Annabelle 2 comienza con la historia de un juguetero artesanal y su mujer, quienes pierden trágicamente a su pequeña hija en un accidente de tránsito. La escena en que una vieja camioneta de campo atropella a la niña en un camino polvoriento está no sólo dentro de lo mejor de la película, sino también en el trailer, revelando así uno de los momentos de mayor impacto emotivo del relato. Doce años después, aquel matrimonio recibe en su casona a un grupo de huérfanas y a la monja que las cuida. Claro que el cuarto que perteneció a la niña es una zona tabú dentro de la casa, lo mismo que la habitación donde la madre vive recluida. Por supuesto, enseguida empezarán a pasar cosas raras de las que sólo las pequeñas huéspedes serán testigo.
Como ocurre con la mayoría de las películas de terror, incluyendo en el conjunto tanto a las buenas como a las malas, la segunda parte de la muñeca maldita vuelve a parecerse a un manifiesto de propaganda cristiana, donde el mal siempre responde a un infierno, sus amanuenses son demonios que respetan hasta el protocolo de tener cuernos y la salvación procede solo de las palabras impresas en su libro santo. Por supuesto que hay films como La bruja (The VVitch, Robert Eggers, 2015) que se permiten releer esa tradición de modo más rico, yendo más allá de las convenciones, buceando en motivaciones psicológicas y hasta históricas para enriquecer dicho universo. El problema es que no hay nada de eso en Annabelle 2, sino todo lo contrario: un estilizado refrito de lo que ya mostraron incluso sus antecesoras de saga, construido a partir de una estructura de scketches terroríficos que el relato va encadenando. Algo que también hereda del segundo episodio de El conjuro.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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