
Claro que el tema de la destrucción sigue estando presente –el trauma del 11-S devino en obsesión cinematográfica—, pero son varios los motivos por los que acá, prescindiendo del exhibicionismo, el asunto ha dejado de ser un fin per se para reducirse a un elemento más dentro de la construcción de la trama. Una de las claves está en una de las palabras de la frase anterior: reducirse. Porque el hecho de que la historia gire en torno a un héroe cuyo superpoder consiste en la capacidad para menguar su tamaño, obliga a trasladar la acción a una escala en donde la demolición urbana queda fuera de perspectiva y pierde sentido. Pero más allá del límite obvio que establece esa contingencia física, a Ant-Man le interesan otras cosas. En primer lugar el tema del poder, que en la mayoría de los superhéroes (y más entre los Vengadores) viene dado por una instancia superior, que tanto puede ser divina como económica, moral, científica y hasta política, y marca claramente que se trata de un don de pocos. Eso es diferente en el caso de Scott Lang, ladrón de poca monta acuciado por problemas personales como la desocupación y los conflictos con su ex, entre ellos la posibilidad de seguir viendo o no a la pequeña hija que comparten. Para Scott, que representa al hombre común –o peor, a la víctima de un sistema que tiene a la exclusión y la desigualdad entre sus partes—, el poder le viene primero como imposición (debe elegir entre la cárcel o someterse al riesgo de usar un traje no exento de efectos secundarios) y luego como instancia de redención. Porque Ant-Man es también una película sobre segundas oportunidades, sobre el potencial perfectible de la condición humana y la voluntad como herramienta individual y colectiva para ponerlas en acto.
Por fin, sin que eso signifique menos importante, Ant-Man reúne las condiciones de una gran comedia. Esto es, un protagonista carismático y seductor como no había aparecido otro en el universo Marvel desde el Iron Man de Robert Downey jr. Que además cuenta con un intérprete como Paul Rudd, un buen comediante que al fin encuentra un rol principal que mantenga bajo control las exageraciones a las que es propenso. Un elenco que incluye secundarios bien elegidos (extraordinario Michael Peña, desarrollando un efectivo comic relief). Un guión que no olvida que la acción, el vértigo y los efectos digitales son cáscaras vacías si carecen de un motivo que los ponga en marcha. Y un equipo que ha sabido entender todo eso y convertirlo en película. Si hubiera que elegir entre el valioso mensaje sobre "lo que significa ser humano" que Iñárritu pretende imponer con Birdman y la simple pero generosa propuesta lúdica de Ant-Man, desde acá se sugiere apostarle todo al Hombre Hormiga.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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